
Había una vez una niña a la que le encantaba la playa. Era el último día de verano, y Estela estaba decidida a que fuera el más divertido de todos. La escuela comenzaba mañana, pero eso no le importaba: ¡el verano todavía podía dar su último gran espectáculo!.
Estela se puso su sombrero más loco, uno con un mini ventilador que giraba solo con el viento, y agarró su cubeta de playa favorita, que tenía pegatinas de unicornios comiendo helado. Justo cuando estaba lista, apareció Tomás, su mejor amigo, con una idea que prometía risas infinitas.
—¡Vamos a hacer el “Festival de Helados Voladores”! —anunció Tomás con una sonrisa enorme.
—¿Helados voladores? —preguntó Estela, conteniendo la risa.
—¡Sí! —dijo Tomás—. Hoy es el último día de verano, ¡así que los helados deben volar!.
Los dos amigos corrieron hacia la playa con conos, paletas y cubos llenos de helado de todos los sabores: chocolate, fresa, limón y un misterioso sabor que nadie sabía pronunciar, llamado “explosión de arcoíris”.
Primero hicieron una fila de lanzamiento: cada vez que uno tiraba un helado al aire, el otro intentaba atraparlo con la boca. Al principio todo iba bien, pero pronto los helados empezaron a resbalarse, caían sobre la arena y ¡hasta sobre la cabeza de los cangrejos! Los cangrejos parecían muy confundidos, pero también un poquito felices: tenían helado gratis.
—¡Cuidado, Estela! —gritó Tomás—. Ese helado de limón va directo a tu sombrero.
¡Y zas! El sombrero quedó cubierto de helado derretido, y Estela no pudo evitar estallar en carcajadas. Tomás también se manchó con chocolate hasta la nariz, y pronto los dos estaban completamente pegajosos, riendo como locos.
Pero la diversión no terminó allí. Estela tuvo una idea todavía más loca: construir un “castillo de arena helada”. Empezaron a mezclar arena con cubos de helado y, sorprendentemente, ¡funcionaba! La torre más alta estaba cubierta de chocolate derretido y tenía un foso de paletas que nadie quería cruzar por miedo a comérselas todas de golpe.
—¡Es el castillo más dulce de toda la playa! —dijo Estela, orgullosa—.
—¡Y el más pegajoso! —agregó Tomás, mientras se quedaba atascado con un pie en un charco de helado de fresa.
Mientras trabajaban, una gaviota curiosa decidió inspeccionar el castillo. Antes de que pudieran reaccionar, la gaviota voló con un helado de “explosión de arcoíris” en el pico. Los niños se miraron y estallaron en carcajadas. La gaviota, al darse cuenta de que era un “helado de risa”, empezó a girar en círculos y a soltar pequeñas gotas de helado sobre la arena, como si estuviera haciendo lluvia de verano.
—¡Es nuestro ayudante volador! —gritó Tomás, entre risas—.
—¡Sí! —añadió Estela—. Nunca pensé que el final del verano fuera tan… helado y divertido.
De repente, apareció un perro curioso con gafas de sol y un flotador de pato. Se lanzó al charco de helado de fresa y ¡salpicó a los dos amigos de pies a cabeza! Los cangrejos aplaudieron con sus pinzas (o eso parecía) y hasta una tortuga pequeña se unió, arrastrando un cono vacío como si fuera un carrito de helado.
—¡Ahora somos un ejército de locuras heladas! —gritó Estela, mientras Tomás trataba de esquivar un proyectil de chocolate que venía directo a su nariz.
En ese momento, un grupo de hormigas decidió ayudar. Se pusieron mini sombreros de papel y comenzaron a empujar miguitas de galleta hacia el castillo como si fueran botes de rescate. Cada vez que una se caía, se resbalaba en la miel derramada y hacía piruetas que hacían que Estela y Tomás rodaran de risa por la arena.
—¡Esto es más divertido que cualquier montaña rusa! —exclamó Tomás, mientras una ola de helado de fresa casi lo cubría entero.
—¡Y más pegajoso! —añadió Estela, intentando atrapar un helado que salió disparado como un cohete.
Después de tanta locura, los amigos decidieron que era hora de un picnic de despedida. Sacaron sandía, galletas y limonada, y se sentaron a ver el atardecer. El cielo estaba pintado de naranja, rosa y morado, como si el verano estuviera despidiéndose con fuegos artificiales invisibles.
—¿Sabes? —dijo Estela mientras mordía un trozo de sandía—. Aunque mañana empiece la escuela, este verano se va, pero todos estos momentos divertidos se quedan con nosotros, y en el álbum de fotos, claro.
—¡Totalmente! —dijo Tomás—. Y lo mejor es que podemos recordarlos cada vez que queramos.
Y en ese instante, los calcetines de Estela, que también eran un poco mágicos, comenzaron a brillar suavemente. No hacía falta usarlos para correr: solo estaban allí para recordar que la alegría del verano no dependía del sol, la playa o los helados, sino de la manera en que ellos decidían reír y disfrutar juntos cada día, hasta sin planear.
Esa noche, mientras Estela se preparaba para dormir, miró su sombrero cubierto de helado y sonrió. Sabía que no había necesidad de tristeza por el final del verano: podía guardar todas las risas, vivencias y helados voladores en su corazón, y llevarlos consigo a cada nuevo día.
—¡Hasta el próximo verano! —susurró, mientras se acomodaba en la cama—. Pero mientras tanto, seguiré pasándomelo genial todos los días… hasta en otoño, invierno y primavera.
Y colorín colorado, aunque el verano llegue a su fin, la magia y sus recuerdos vivirán siempre en nosotros… ¡hasta que vuelva el verano que viene para disfrutar nuevas aventuras sin fin!.
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