Patricio Plumón y el Reino de los Mocos

Había una vez, en el tranquilo Lago Brillapluma, un pato llamado Patricio Plumón. Era el más alegre de todos los patos: cada mañana saludaba al sol con un graznido melodioso, daba volteretas en el agua y hacía coronas de nenúfares para sus amigos.

Pero un día, mientras practicaba su canto frente a su reflejo, sintió un cosquilleo en el pico.
—¿Qué será esto? —preguntó, justo antes de soltar un estornudo que hizo temblar hasta los juncos.
—¡AAACHÍÍÍÍÍS!

Del estornudo no salió solo aire… sino una nube verde brillante que chispeó como si fuera una mini tormenta de purpurina. Los peces se escondieron, las ranas se quedaron mudas, y Patricio, confundido, se miró el pico.
—Oh, no… ¡tengo mocos mágicos!

Intentó limpiarse con una hoja, y hasta con un pañuelo de papel que encontró dentro de una cocina de una casa de campo, pero cada vez que se sonaba, los mocos cobraban vida y se convertían en pequeñas criaturas gelatinosas, con ojos saltones y vocecitas agudas.
—¡Hola, Pati! —dijo uno saltando en su ala—. ¡Somos tus Mocorines!
—¿Mis qué? —preguntó el pato con horror.
—¡Tus mocos! Pero felices, brillantes y listos para la aventura.

Patricio no sabía si reír o llorar. Los Mocorines eran simpáticos, pero traviesos: hacían burbujas, se colgaban de sus plumas, y formaban una conga cantando:
“Somos los mocos de la alegría, ven con nosotros, pato, todo el día.” 

Mientras intentaba mantener el orden, una nube azul apareció en el cielo y un relámpago verde cayó justo frente a él, abriendo un enorme remolino de aire viscoso.
—¡El Portal del Moco Místico! —gritaron los Mocorines—. ¡Lo abriste tú con tu estornudo, Patricio!

Del portal empezaron a salir ríos de baba, caracoles parlantes y árboles que estornudaban hojas. Todo el lago comenzó a transformarse en un paisaje de locura. Si no cerraban el portal pronto, el Mundo de los Mocos se mezclaría con el de los animales normales.

—No pienso quedarme con un lago pegajoso —dijo Patricio valiente—. ¡Vamos a cerrarlo!

Así comenzó su aventura. Con su bufanda de lana (porque su abuela siempre decía que el cuello calentito cura los resfriados), un frasco de miel, y una cucharita de jengibre, emprendió el viaje hacia el Bosque de los Estornudos Eternos, donde vivía la única doctora capaz de entender enfermedades mágicas: la Doctora Tusi.

La doctora era una tortuga muy sabia, pero cada frase suya venía acompañada de un estornudo:
—Para… ¡tus!… curarte, pato, debes buscar el Fruto del Eucalipto Encantado, ¡tus!, guardado por el Dragón del Vahído. Pero ten cuidado, ¡tus!, detesta los mocos.

Patricio tragó saliva. Un dragón era una cosa seria, pero no podía dejar que su lago se llenara de baba multicolor.
—Gracias, doctora Tusi. Iré con mis amigos Mocorines y encontraré ese fruto.

El camino fue más largo de lo que esperaba. Primero cruzaron el Pantano de los Pañuelos Perdidos, donde los árboles tenían ramas de papel suave que decían “¡úsame, por favor!” cada vez que estornudaba. Luego pasaron por el Puente del Suspiro Congelado, que solo podía cruzarse si uno exhalaba aire caliente con el corazón lleno de valentía.

Los Mocorines, siempre optimistas, lo animaban con canciones absurdas y bailes resbaladizos.
“Con mocos de colores y alas al viento, el pato valiente sigue contento.”

Una noche, acamparon junto a una cascada que olía a mentol y eucalipto. El agua tenía propiedades curativas, y Patricio se mojó el pico con esperanza. Pero al hacerlo, una burbuja gigante emergió del fondo, y dentro había una Reina de las Gárgaras, una señora con voz ronca y corona de hielo.

—¿Quién osa perturbar mi cascada terapéutica? —gruñó.

Patricio explicó su misión con cortesía, y la reina, enternecida por su educación y su resfriado, le regaló una piedra brillante.
—Esta es la Perla del Vapor Puro. Si la usas frente al dragón, su fuego no te quemará. Pero recuerda: solo un corazón limpio puede controlarla.

Con la perla y los Mocorines a su lado, siguió adelante hasta la Cueva del Vahído, una gruta llena de humo y eco. En el centro dormía el Dragón del Vahído, un ser inmenso, con escamas color jade y un pañuelo gigante atado al cuello.

Patricio dio un paso tembloroso, pero el dragón abrió un ojo y rugió:
—¿Qué hace un pato mocoso en mi guarida?

El pato respiró hondo y contestó con sinceridad:
—Vengo a pedirte el Fruto del Eucalipto Encantado. No quiero pelear. Solo quiero curarme… y curar mi lago.

El dragón lo miró largo rato, luego soltó un estornudo tan fuerte que derritió media cueva.
—¡ACHÍÍÍÍÍS! —tronó, dejando salir humo mentolado—. Yo también estoy resfriado… pero me da vergüenza admitirlo.

Patricio, con ternura, le ofreció su pañuelo y un poco de miel.
—No pasa nada por estar enfermo, todos necesitamos ayuda a veces.

Conmovido, el dragón le regaló el Fruto del Eucalipto Encantado, un orbe verde que olía a bosque después de la lluvia.
—Gracias, pequeño pato. Tu bondad es más fuerte que cualquier fuego.

Al comer el fruto, una brisa cálida recorrió su cuerpo. Los mocos mágicos se transformaron en luces que subieron al cielo y cerraron el portal con un destello. Los Mocorines se despidieron cantando:
“Nos vamos, Pati, volando al sol, gracias por darnos un buen rol.” 

De vuelta en el Lago Brillapluma, todo volvió a la normalidad. Los nenúfares recuperaron su color, las ranas volvieron a croar y el agua dejó de burbujear. Patricio, sano y feliz, cantó una nueva melodía:
“Con mocos o sin mocos, la amistad me cura un poco.
Con ayuda y corazón, siempre hay una solución.” 

Desde entonces, todos los animales del lago saben que si se resfrían, no deben preocuparse: basta con cuidarse, reírse un poco y compartir el pañuelo… siempre limpio, por supuesto.

Y colorín colorado, así descubrieron que incluso las cosas más incómodas, como un resfriado lleno de mocos, pueden convertirse en una aventura maravillosa si mantenemos la esperanza, el humor, la bondad y la empatía —aunque estén cubiertas de estornudos y de Mocorines— pueden curar más que cualquier medicina.

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