Misión: ¡Que no se derrita el Castillo del Helado!

Había una vez, en lo alto de una colina muy calurosa, donde el sol parecía tener ganas de freír huevos en las piedras del bosque, pues allí se alzaba un castillo muy peculiar: el Castillo del Helado.
¡Sí, sí! ¡Un castillo hecho enterito de helado!. Tenía torres de fresa, murallas de chocolate, ventanas de limón y hasta una fuente que echaba batido de vainilla.

Y claro… en verano, ¡aquello era un pegote de cosas medio derritiéndose si no llevaban cuidado!.

Allí vivía la Reina Cucuruchina, una señora bajita, con corona de barquillo, muy simpática, pero siempre un poco pegajosa.
—¡Atención, atención! —gritaba cada mañana—. ¡Que alguien vuelva a poner la torre de mango! ¡Se ha escurrido otra vez!.

Los guardias del castillo no eran soldados normales. Eran tres pingüinos que siempre estaban sudados por tanta calor: Chispa, Chopo y Churro.
—¡No firmamos para esto! —protestaban—. ¡Queríamos nieve y nos mandaron a vivir en el postre achicharrados de calor!

Pero una mañana, llegó un mensajero en bicicleta (de cucurucho también, por supuesto), todo chorreando sirope de fresa, con una carta urgente:

 PELIGRO INMINENTE: EL SOL SE ACERCA DEMASIADO. POSIBLE FUSIÓN TOTAL DEL CASTILLO EN 24 HORAS.
Firmado: El Señor del Tiempo y del Termómetro Interestelar.

—¡Ay, helado mío, nooooo! —gritó la Reina Cucuruchina—. ¡Nos vamos a convertir en batido!.

Entonces, los pingüinos propusieron un plan:
—Hay que construir un parasol gigante sobre el castillo. ¡Rápido, antes de que la torre de pistacho se convierta en sopa vegana!

Y allá fueron todos los habitantes del castillo: las ranas del estanque de granizado, los caballos de banana de gominolas, y hasta el dragón de hielo (que solo se derretía si le decían cosas cursis de amor, como “tus ojitos brillan más que una cucharilla limpia”).

Cada uno aportó algo:
—Yo traigo paraguas.
—¡Yo traigo mis gorras de las excursiones!.
—¡Yo traigo la sombrilla del factor 40 plus contra rayos UVA, ULTRABETTA Y SUPERGAMMA!.

Y como siempre hay alguien que se pasa… llegó Don Bizcocho, el inventor loco del reino, cargando una catapulta que lanzaba bolas de helado a las nubes para ver si las enfriaba desde arriba.
—¡Si llueven cubitos de hielo es por mi culpa! —gritaba, mientras salía volando montado en una cuchara gigante.

Después de muchas risas, gritos y algún que otro resbalón con salsa de caramelo, construyeron un superparasol gigantesco, con alas de ventilador, tela de toldo y ¡una pizca de magia de cucurucho con chispitas por encima, porque unas chispitas nunca pueden faltar!

Justo cuando el sol estaba a punto de derretir y explotar el castillo como un flan dentro de un microondas… ¡PLAF!.
¡Se abrió el parasol!.

El castillo quedó a la sombra, fresco, feliz y ligeramente pegajoso (como siempre).

La reina abrazó a todos, incluso a los pingüinos sudados que se desmayaron de tanto calor.

—¡Buagh vais chorreando, pero sabéis que… sois los mejores! ¡Y además, ahora tenemos sombra para hacer picnics cuando queramos!.

Y así, celebraron con una gran fiesta de frutas congeladas, música de cucharillas, y un concurso de resbalones por la muralla de sirope de fresa (que ganó la rana Ramona, con un triple salto mortal con el quedó estampada en la torre más alta del castillo).

Y colorín colorado, a veces, cuando las cosas se derriten o se complican, trabajar en equipo, usar la imaginación y reírse juntos puede salvar el castillo… ¡y cualquier verano!.

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