
Había una vez, en un mundo donde los dragones hacían concursos de eructos de fuego (y el jurado llevaba extintores, y cascos por si acaso), una niña llamada Luz la Dudosa.
¿Por qué “la Dudosa”? Porque siempre dudaba de todo:
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Si le daban helado de fresa o de chocolate, pedía… ¡los dos! y luego dudaba cuál le gustaba más y dejaba que se derritieran.
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Si tenía que escoger zapatos, probaba veinte pares y al final… ¡se iba descalza!.
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Y si jugaba con sus amigos, tardaba tanto en decidir a qué jugar que el sol se escondía y ya era hora de dormir.
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Había veces en que Luz se pasaba horas mirando el cielo, preguntándose si las nubes eran de algodón de azúcar o de queso derretido. Y mientras dudaba, los pájaros le cantaban canciones que cambiaban cada segundo, como si ellos también estuvieran indecisos sobre qué melodía era la correcta.
Incluso su propio reflejo en el espejo parecía cansado de esperar decisiones. “¿Hoy me pongo la camiseta de rayas o la de lunares?” se preguntaba Luz, y el espejo respondía con un guiño, como diciendo: “Tú decides… o no decides… total, hay que vestirse igual”.
A veces, hasta sus juguetes parecían unirse a su indecisión: los bloques de construcción se caían solos si no elegía rápido dónde ponerlos, y los peluches hacían pequeñas carreras sobre la estantería, como retándola a decidir quién ganaría. ¡Ah, qué vida más complicada y divertida tenía Luz la Dudosa!.
Un día, mientras pasaba tres horas decidiendo si comía palomitas dulces o saladas, apareció una mariposa gigante con gafas de sol y bigote.
—¡Luz! —gritó con voz de trompeta desafinada—. ¡El Rey de las Mil Opciones te necesita!.
—¿Yo? ¿Y si me equivoco? ¿Y si mejor llamas a Batman? ¿Y si…?.
Pero antes de terminar, la mariposa estornudó confeti y ¡PUM! Luz apareció en el Reino de las Mil Opciones.
Aquello era el reino más raro del mundo, todo allí era un desastre:
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Las casas cambiaban de color como semáforos locos.
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Los gatos maullaban en inglés, francés, japonés… y hasta uno maullaba en idioma perruno.
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¡Hasta las sillas tenían ruedas y corrían miles de carreras!.
El Rey tenía barba de fideos largos, corona de mazapán, y hablaba con la boca llena de galletas:
—Luz… cada vez que alguien duda en tu mundo, su indecisión viene aquí y… ¡mira cómo estamos! Hasta mi barba se enredó porque no supe si peinarla a la izquierda o a la derecha.
La niña parpadeó sorprendida y miró a su alrededor: las calles se retorcían como serpientes de colores y los árboles tenían ramas que giraban como hélices. Cada paso que daba hacía que los zapatos del suelo se levantaran y dieran pequeños saltitos, como si quisieran acompañarla en su aventura.
Entonces, un pequeño dragón con sombrero de fiesta se le acercó corriendo y le dijo con voz chillona:
—¡Cuidado con las decisiones, niña! Aquí todo cambia según lo que pienses, así que respira hondo y sigue tu corazón… aunque tus dudas te hagan cosquillas a mogollón, sabrás cuál es la mejor decisión.
De pronto, apareció un perrito con orejas tan largas que parecía que usaba bufanda integrada en su outfit. Caminó dos pasos… ¡y se tropezó con sus propias orejas! Dio tres vueltas en el aire y cayó de panza diciendo: “¡Guau, menudo revolcón!”.
Luz no pudo contener la risa y aplaudió tan fuerte que casi se le caen los calcetines (aunque daba igual, siempre se los quitaba porque nunca sabía cuáles usar). El perrito se levantó, sacudió sus orejas como si fueran abanicos y la miró con ojos que brillaban de emoción y travesura.
—¡Hola! —dijo Luz entre risas—. ¿Cómo te llamas, pequeño desastre con orejas?.
El perrito dio un saltito, giró sobre sí mismo y ladró alegremente como respondiendo: “¡Todavía no lo sé, pero creo que tú serás mi compañera de aventuras!”. Desde ese momento, Luz sintió que había encontrado a un amigo que entendía perfectamente lo divertido que era equivocarse y reírse de todo.
El Rey levantó su corona mordida y dijo:
—Este perrito necesita un dueño. Todos dicen: “Mañana lo adopto”, y mañana nunca llega.
El perrito la miró con cara de “adóptame o me como tu vestido”.
Luz dudó… levantó un dedo… dudó otra vez… pero de pronto gritó:
—¡Lo elijo a él, es importante para mi y siempre lo será!.
Entonces, el reino entero se congeló como cuando pones en pausa una peli:
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Las casas dejaron de parpadear.
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Los gatos maullaron “¡miauuuhaaaaaaaaaaaaleluya miauuuuh!”.
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El Rey bailó salsa con su barba de fideos.
—¡Bravo! —dijo—. ¡Has elegido con el corazón! Y cuando eliges con el corazón, nunca te equivocas.
Luz abrazó al perrito, al que llamó Orejas Turbo, porque corría como un helicóptero con sus orejas gigantes. Desde entonces, aunque Luz siguió dudando en cosas pequeñas (“¿me pongo calcetines verdes o azules?”), ya sabía que sí podía decidir lo que más le importaba y le hacía más feliz, ahora y para siempre.
Y colorín colorado, así la pequeña descubrió que sí sabía elegir las cosas importantes que quería tener en su vida, dudar está bien, pero cuando escuchas a tu corazón, ¡siempre haces la mejor elección!. (Y además, ¡los perritos con orejas gigantes siempre son la mejor opción!).
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