Había una vez un niño llamado Eric, que tenía una yaya muy especial llamada Gertrudis. ¡Su yaya era toda una campeona de los juegos de mesa!. Un día, decidieron pasar la tarde juntos jugando al Monopoly y pintando mandalas con un montón de colores. ¡Pero las cosas no iban a ser tan fáciles como parecían!.

Primero, se sentaron a jugar al Monopoly. Eric pensó que ganaría rápidamente, porque ya había jugado muchas veces, pero su yaya Gertrudis tenía un truco secreto: ¡sabía negociar como una experta!. Cuando Eric compró su primera propiedad, ella le ofreció un trato que sonaba muy tentador: «Te doy todos los billetes de 10 euros a cambio de… ¡tu ficha de perro!». Eric la miró confundido, pero como no quería que la yaya le ganara, aceptó. ¡Yaya Gertrudis ahora tenía un ejército de fichas.! Un perro, un sombrero, ¡y hasta un coche de carreras!.

Pero lo más gracioso fue cuando Gertrudis cayó en la casilla de «Cárcel». En lugar de quejarse, empezó a cantar: “¡Me voy de vacaciones a la cárcel!. ¡Y me llevo mi pijama de flores!”. Y Eric, sin poder parar de reír, casi olvidó su turno. ¡Lo que nunca se imaginó era que Gertrudis tenía un truco bajo la manga!. De repente, la casilla decía “¡Ganas 500 euros por hacer reír a alguien!”. La yaya le contó un chiste: «Habían tres chicas; una flaquita, una más grandecita y otra normalita, y la flaquita lleva un paraguas, la más grandecita lleva otro paraguas, y la chica más normalita no lleva. ¿Quién se moja?… Puesssss… ¡no se moja nadie, porque en ningún momento he dicho que estuviese lloviendo!. Eric comenzó a reírse a carcajadas del chiste tan malo, y tuvo que darle todo su dinero a su yaya, ¡pero lo hizo feliz porque no paraban de reír!.

Después, decidieron pintar mandalas, que era una cosa que a los dos les relajaba… aunque, claro, cuando Gertrudis se ponía a pintar, todo menos relajante se volvía. Ella no se conformaba con pintar algo sencillo, ¡no, señor! Su mandala era un espectáculo: parecía un pastel de frutas con ojos, bigote, ¡y hasta un sombrero de fiesta! Cuando Eric vio eso, no pudo evitar reírse. “¡Yaya, eso no es un mandala, eso es un pastel que quiere pedir la cuenta en un restaurante de lujo!”

Pero Eric, que no quería quedarse atrás, empezó a pintar una mandala que se parecía a… bueno, a algo, pero no mucho a una mandala. Era una especie de jirafa, pero con tantas patas y cuellos que más bien parecía un monstruo que había olvidado cómo dibujarse. Cuando Gertrudis vio lo que estaba haciendo, levantó las cejas y exclamó: “¡Eric, eso no es un mandala, eso es un monstruito con anteojos que quiere comerse tus helados y ¡ni siquiera se va a lavar las manos!”

Eric la miró, sonrió y le dijo: “¡Eso es porque ese monstruito se va a robar tu mandala-pastel y luego se va a escapar con todos los colores!. Y cuando lo persigas, va a dejar solo un rastro de colonia de Nenuco”.

Gertrudis, muy seria, miró su mandala y dijo: “¡Si ese pastel de frutas con bigote va a hacer eso, mejor que llame al 112 ya! Porque cuando lo encuentre, ¡lo voy a invitar a tomar té con galletas y a discutir con él sobre la geometría de los pasteles y los mandalas!”. Y así, entre risas y mandalas muy extrañas, el tiempo pasó volando. ¡Quién sabía que pintar con tu yaya podía ser tan divertido!. Los dos terminaron pintando mandalas tan raros que parecían salir de un cuento de hadas muy loco, lleno de colores brillantes, monstruitos variados y hasta lo que parecía… ¡un unicornio redondo y gordito con gafas de sol y una guitarra eléctrica!.

Pero la tarde no terminó ahí. Luego, llegaron los temidos deberes de las sumas y restas de Eric. Al principio, Gertrudis intentó ayudar, pero con cada suma, ¡su yaya se volvía más creativa que un gato disfrazado de super Mario!. Cuando Eric tenía que hacer 7 + 3, Gertrudis miró la hoja, hizo una pausa dramática, y dijo: “¡Eso es pan comido, Eric! 7 + 3 es… ¡10 pingüinos bailando salsa en una fiesta de cumpleaños!”.

Eric la miró con los ojos muy abiertos. “¿Pingüinos bailando salsa? ¡Pero, yaya! ¿Cómo puedes estar tan segura?”. Y Gertrudis, sin perder la compostura, levantó el dedo índice y dijo: “Es que si los pingüinos no bailan salsa, ¡se resbalan con el hielo y no suman bien!”.

Eric soltó una carcajada, pero decidió seguir el juego. “Entonces, si 7 + 3 son 10 pingüinos bailando, ¿qué pasa con 9 + 4?” Gertrudis, con cara de sabiduría, respondió: “¡Eso es aún más fácil! 9 + 4 son… ¡13 flamencos jugando al ajedrez mientras se ponen sombreros de copa!”.

Eric, entre risas, se tiró al suelo. «¿Flamencos jugando ajedrez? ¡Eso es lo más raro que he escuchado en mi vida yayaaaa!» Y Gertrudis, sin perder el ritmo, le susurró al oído: “Eso, mi querido Eric, es la magia de las matemáticas. ¡Lo que importa es sumar bien… y si lo haces riendo mejor que mejor!”.

¡Y así siguieron, con cada suma más absurda y divertida que la anterior, hasta que olvidaron por completo que tenían que hacer los deberes!.

Al final, no hicieron más que reírse, pintar, jugar y dejar los deberes para mañana. Y aunque no terminaron el Monopoly ni las mandalas perfectas, ¡la tarde fue tan divertida que no importó!. Lo único que importaba era pasar tiempo juntos, riendo como locos, y descubriendo que, en realidad, los juegos y las matemáticas no son tan aburridos cuando los haces con ¡la yaya Gertrudis!.

Y colorín colorado, este cuento de las tardes con la yaya aún no ha terminado.

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