Había una vez una clase de niños muy curiosos y algo revoltosos de un colegio llamado “Los Girasoles”. Su maestra, la alegre señorita Laura, decidió que era hora de una gran aventura: ¡una excursión por la montaña! El destino era un lugar llamado La Presa del Dragón Dormido, con un enorme pantano azul verdoso y unas misteriosas escaleras de piedra talladas en la roca, que según decían, ¡llevaban hasta el cielo!
A las ocho de la mañana, los niños subieron al autobús con mochilas, gorras, bocadillos y mucha ilusión. Entre ellos estaban Nico, que siempre hacía chistes, Lucía, la más valiente, y Martín, que tenía un miedo tremendo a las alturas, pero lo disimulaba diciendo que “solo estaba comprobando el terreno”.
—¿De verdad hay un dragón en la presa? —preguntó Nico mientras el autobús avanzaba entre curvas y árboles.
—No, claro que no —respondió la señorita Laura sonriendo—. Pero dicen que el agua del pantano brilla cuando el sol se pone, como si el dragón estuviera soñando.
—¡Entonces yo quiero verlo bostezar! —dijo Lucía riendo a carcajadas.
Al llegar, los niños quedaron maravillados. El aire olía a pino y a tierra húmeda, los pájaros cantaban sin parar, y el sonido del agua de la presa era como un rugido tranquilo, mientras los rayos de sol les acariciaban su piel. Después de un rato de caminata, atravesando puentes de piedra muy antiguos, llegaron a lo más impresionante… eran las escaleras de piedra que subían por la gigantesca pared de la presa, ¡aquello era más alto que un edificio de diez pisos!
—¿De verdad tenemos que subir eso? —preguntó Martín mirando hacia arriba con cara de espagueti torcido.
—Claro que sí —respondió la señorita Laura—. ¡Arriba hay una sorpresa! Y mira, hay trozos de la subida que aún queda un trocito de cuerda para agarrarte, por si te cansas para que no te hagas un mega chichón.
Los niños aterrorizados comenzaron a subir. Al principio, todo era silencio, pero tras los primeros escalones todo se convirtió en risas y carreras, en modo caracol, porque aquello estaba tan empinado que por mucho que corrieras, no adelantabas ni a una tortuga con arnés y casco. Pero pronto, las risas se convirtieron en resoplidos.
—¡Piso veintiuno! —gritó Nico—. ¡Todavía tengo energía para contar chistes!
—¡Piso cincuenta y dos! —dijo Lucía—. ¡Creo que mis piernas se han vuelto fideos, mira como me tiemblan las pantorrillas!
—¡Piso setenta y tres! —añadió Martín—. ¡Creo que me vuelvo por donde hemos venido, bufffff!
A mitad del camino, encontraron un sapo enorme sentado en un charco.
—¡Mira, un vigilante de la montaña! —exclamó Lucía.
El sapo los miró con sus grandes ojos redondos y soltó un “croac” tan fuerte que todos se echaron a reír.
—Debe estar diciendo que sigamos —bromeó la maestra—. ¡Vamos, escaladores del dragón, no se puede abandonar, sino suspendidos en gimnasia!
En el séptimo piso, el viento comenzó a soplar con fuerza, y los niños se taparon con sus chaquetas. Nico intentó ponerse la capucha, pero se le quedó torcida y no veía nada. Tropezó con una piedra y rodó un par de escalones que estaban en llano, y comenzó a reírse como si fuera una croqueta rebozada.
—¡Estoy bien! —gritó—. ¡Solo estoy probando la calidad de las escaleras, parecen firmes, sí! (mientras aprovechaba tumbado para reponer fuerzas sin que nadie sospechara que no podía con su alma ya, tanto subir y subir…).
Por fin, después de muchas risas, algún que otro resbalón y una parada para comer bocadillos de jamón y galletas de chocolate, llegaron al último piso. Y lo que encontraron los dejó con la boca abierta.
Al otro lado de la cima había un mirador natural desde el que se veía toda la presa. El agua brillaba como un espejo gigante, y el sol se reflejaba con destellos dorados, verdes y azules. Parecía, de verdad, que un dragón dormía bajo el agua.
—¡Guau! —susurró Lucía—. ¡Parece mágico!
—¡Y yo que pensaba que solo veríamos piedras, también hay peces! ¿O son las escamas del dragón?—dijo Martín alucinando.
—A veces hay que subir mucho para descubrir cosas maravillosas —dijo la señorita Laura mientras tiraba algún trozo de manzana para que se arremolinasen los pequeños pececillos del pantano.
Los niños sacaron fotos, lanzaron piedras al agua (solo las pequeñas, claro), y hasta hicieron un concurso de eco:
—¡Hola, montaña! —gritó Nico.
“¡Hola, montaña!” respondió el eco.
—¿Qué tal estás? —preguntó Lucía.
“¡Muy bien, gracias!” repitió el eco, o eso quisieron creer todos, estallando en carcajadas.
Pero el momento más divertido llegó cuando decidieron bajar. Resulta que las escaleras eran tan empinadas que algunos bajaban como patos resbalando, otros como cangrejos, y Nico, por supuesto, quiso hacerlo “a lo ninja”, dando saltitos que terminaron con un buen susto y un trasero polvoriento.
Cuando por fin llegaron abajo, se tiraron al suelo exhaustos, con las mochilas como almohadas.
—Creo que mis piernas están llorando —dijo Martín.
—Las mías se han ido de vacaciones —respondió Lucía.
—¡Las mías están de fiesta todavía, mira como se menean aún! —gritó Nico, y se puso a bailar sentado.
La señorita Laura les dio una chocolatina a cada uno.
—Habéis sido unos campeones. No todos los días se sube una montaña tan alta.
Esa noche, al llegar a casa, todos durmieron como troncos. Pero al día siguiente…
¡Ay, las agujetas!
Nadie podía moverse sin decir “¡ay!” cada dos pasos. En clase, parecían robots oxidados.
—Chicos, ¿os duele mucho? —preguntó la maestra.
—¡Sí! —respondieron todos al unísono.
—Entonces significa que habéis hecho algo increíble.
Y todos se miraron y sonrieron. Porque sí, dolían las piernas, pero también recordaban la risa, el sapo vigilante, el viento de la cima y el dragón dormido reflejado en el agua.
Desde aquel día, cada vez que subían unas escaleras, aunque fueran las del colegio, alguno decía:
—¡Vamos, que ya estamos en el piso siete!
Y todos se reían, recordando su aventura en la montaña mágica.
Y colorín colorado, así los niños entendieron que a veces el camino puede parecer largo, empinado o cansado, pero si subes con alegría, amigos y valentía, descubrirás que las mejores vistas están al final del esfuerzo. Y aunque te duelan las piernas… ¡siempre valdrá la pena reír mientras subes a las nubes!
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