La nave espacial muy especial imperfectamente perfecta

Había una vez un niño llamado Roberto, que vivía en una casa llena de colores y cosas divertidas. A Roberto le encantaba hacer manualidades. No había cosa que le gustara más que sentarse en su mesita con papeles, tijeras, pegamento, lápices de colores y kilómetros de celo. Hacía de todo: coches, videoconsolas, barcos, animales, juegos de mesa y hasta sombreros que no tenían sentido, pero eran muy divertidos y coloridos.

Un día, mientras buscaba algo nuevo que crear, Roberto vio una caja vieja y polvorienta en el rincón del garaje. Estaba casi enterrada bajo montones de cajas de juguetes y viejos trastos, pero Roberto, con su curiosidad infinita, no pudo resistirse. ¡Tuvo que abrirla!. Cuando la levantó se puso a toser de la gran cantidad de polvo que de allí salió, la abrió con mucho cuidado, y se encontró con unos materiales muy extraños: un rollo de tela plateada, unos cables brillantes que chisporroteaban como si fueran estrellas fugaces, y muchas pequeñas luces de colores que parecían estar esperando estar ser encendidas. «¿Qué puedo hacer con todo esto?», preguntó Roberto, rascándose la cabeza.

Entonces, una idea brillante le cruzó por la cabeza, como si hubiera sido un rayo de luz. ¡Podía hacer una nave espacial!. Y no una nave cualquiera, sino una nave que volara por toda la casa. Sabía que era una gran idea, pero también era un reto. Necesitaría toda su creatividad. Entonces, con mucha emoción, comenzó a trabajar en su proyecto. Cortó la tela plateada en formas circulares, pegó los cables de manera que parecían antenas y añadió las luces, que parpadeaban como si fueran pequeñas estrellas.

Mientras Roberto trabajaba, su perro Max, que siempre estaba cerca de él, no quería quedarse atrás. Max le traía todo lo que necesitaba: las tijeras (aunque las mordía por el mango), el pegamento (¡aunque siempre se le salía y hacía un desastre por todo el suelo!), e incluso los tornillos que Roberto había perdido entre los papeles, los encontraba con su olfato. ¡Max era su ayudante imperfecto, muy perfecto!.

Pasaron varias horas, y al final, ¡su creación estaba lista!. Roberto había hecho una nave espacial en miniatura que brillaba con todos los colores del arco iris. ¡Y lo mejor de todo es que podía volar!. Bueno, volaba en miniatura, poquito rato, claro. Roberto estaba tan emocionado que no podía esperar para probarla. La tomó con mucho cuidado, sopló suavemente sobre ella, y… ¡la nave despegó!. Voló por toda la habitación, dando vueltas y más vueltas como si fuera una mariposa mágica. Max, su fiel perro, no podía dejar de correr detrás de ella, saltando y ladrando de emoción, tratando de alcanzarla con un mordisco.

Roberto estaba tan feliz que decidió llevar su nave al jardín. Fue allí, con el sol brillando en lo alto, y colocó la nave sobre el césped. De repente, se le ocurrió una idea aún más genial. Hizo que la nave se elevara justo cuando su mamá salía a mirar las plantas. ¡Qué gran sorpresa!. La nave voló directo hacia ella, ¡y casi la hace saltar del susto!.

«¡Aaaaay, nooooo, que susto me he dado!. ¿Qué es eso?», gritó su mamá, mirando cómo la nave se acercaba rápidamente. Pero al darse cuenta de que todo era parte de la fantástica creación de Roberto, empezó a reír. «¡Roberto, qué invento tan impresionante has hecho, eres un crack chaval!. Que susto me has dado, pero eso que has construido fue increíble.»

Con una sonrisa enorme, Roberto le explicó cómo había hecho la nave y cómo Max había sido su gran ayudante. Mamá abrazó a Roberto y le dijo: «Nunca dejes de usar tu imaginación, Roberto. Tienes un talento único para hacer cosas increíbles. ¡Estoy muy orgullosa de ti!».

Y colorín colorado, Roberto aprendió que, aunque las cosas no siempre salen perfectas, la imaginación no tiene límites, y siempre puede llevarte a aventuras increíbles, nunca tengas miedo de probar nuevas ideas, porque cada invento, por pequeño que sea, tiene el poder de hacer tu mundo más divertido y especial.

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