
Había una vez, en el rincón más escondido del Bosque de las Nubes, vivía una niña muy especial llamada Laura. Tenía el pelo del color del atardecer —ni rojo, ni naranja, ¡una mezcla mágica!— y unos ojos tan chispeantes como dos luciérnagas haciéndose cosquillas en plena noche.
Laura tenía un secreto: podía hablar con los animales. Sabía cantar con los búhos, bailar con las ranas y reírse con las ardillas. Pero, aunque su vida era muy divertida, ella quería más.
—¡Quiero una aventura de verdad! ¡De esas con monstruos, acertijos y dragones! —decía mientras hacía volteretas en el musgo.
Un día, mientras corría tras una mariposa dorada con alas de purpurina, tropezó con algo brillante.
—¡Ay! ¿Qué es esto? —gritó frotándose la rodilla.
Era una lágrima gigante que brillaba como un diamante.
—¡Una lágrima de dragón! —susurró una ardilla con auriculares—. ¡Esto no es buena señal niña!.
Las lágrimas de dragón eran rarísimas. Solo caían cuando un dragón estaba triste… o en gran peligro.
Sin pensarlo dos veces, Laura se ató sus botas mágicas, se puso su capa de hojas y gritó:
—¡Allá voy, en busca del dragón perdido!.
Siguió el rastro de lágrimas que chispeaban como estrellas caídas. Subió montañas, cruzó ríos que hablaban en rima y hasta sorteó una tormenta de pompas de jabón. Hasta que llegó a un lugar prohibido: la Montaña de Cristal.
Allí, entre rocas brillantes y relámpagos de colores, encontró al dragón.
Era enorme, transparente como el hielo, con escamas que tintineaban al moverse. Pero estaba atrapado por unas cadenas negras y feas, que echaban humo y asustaban cada vez que alguien se acercaba.
—Hola… ¿estás bien? —preguntó Laura con voz suave.
—No mucho —respondió el dragón—. Me llamo Zafirón, y un malvado hechicero, Sombrafría, me encerró porque no quise quemar el bosque.
—¿QUEMAR EL BOSQUE? ¡De ninguna manera! ¡Aquí viven mis amigos! —gritó Laura enfadada.
En ese instante, el cielo se oscureció. Una sombra gigante apareció: Sombrafría volando sobre un cuervo con botas rojas de payaso (sí, botas de payaso, porque nadie sabe por qué, pero las llevaba, a él le gustaban mucho).
—¡Ja, ja, ja! ¿Una niña quiere detenerme? ¿Con una capa de hojas y una sonrisa?.
Laura no se asustó. Dio un paso adelante, sacó su flauta verde mágica —un regalo del ciervo sabio del bosque— y comenzó a tocar una melodía tan bonita que hasta las piedras bailaban un poco.
Las cadenas del dragón empezaron a temblar… ¡¡CRACK!! ¡¡CLANG!! ¡¡CHAS!!. Y, por fin, se rompieron en mil luces de colores.
—¡NOOO! —gritó Sombrafría que intentó lanzar un hechizo, pero su cuervo, distraído por la música, se puso a bailar y lo tiró al barro.
El dragón rugió con fuerza, llenando el cielo de chispas azules. El hechicero y su cuervo salieron volando, y nunca más se atrevieron a volver.
—Has salvado el bosque —dijo Zafirón—. A partir de hoy, serás la Guardiana de las Nubes.
Desde entonces, Laura y el dragón surcan los cielos, protegiendo a todos los seres mágicos, y viviendo aventuras más increíbles que las de cualquier cuento.
Y colorín colorado, la niña aprendió que no hace falta ser grande ni fuerte para cambiar el mundo. A veces, con valor, bondad… y una melodía bonita, puedes liberar y hasta hacerte amiga de un mágico dragón.
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