Había una vez, en el pequeño pueblo de Travesurilandia, una bruja llamada Pepinilla. Pero Pepinilla no era una bruja cualquiera: ¡tenía miedo de los gatos negros!. Cada vez que uno pasaba cerca, se subía a la mesa, gritaba como una gallina al poner un huevo, y luego salía volando en su miniescoba… aunque la escoba no siempre le obedecía y solía llevarla a lugares muy raros: una vez la dejó en la Torre del Reloj de Londres, otra en la panadería del pueblo de al lado (donde cayó en una montaña de harina y salió toda blanca) y una vez… en el baño del alcalde, en medio de una reunión muy seria.
Una mañana, mientras practicaba algunos vuelos torpes en el bosque, Pepinilla vio un gato negro sentado en medio del camino. Tenía los ojos verdes como dos farolitos y parecía esperarla. Pepinilla se quedó helada un segundo, pero en lugar de huir, respiró hondo y dijo:
—¡Ya no me importa si das mala suerte! Hoy no salgo corriendo.
El gato la miró, dio un salto gracioso y comenzó a seguirla mientras ella volaba despacio. Para sorpresa de Pepinilla, ese día no pasó nada malo: no se estrelló contra ningún árbol ni cayó en ningún charco. De hecho, encontró por casualidad un trébol de cuatro hojas que se llevó como amuleto.
—¡Ja! —dijo sonriendo—. Creo que eres mi gato de la buena suerte.
Un día, el Gran Consejo de Brujas anunció un evento especial:
—¡Se celebrará la primera Gran Carrera de Escobas Voladoras! —gritó la bruja presidenta, mientras agitaba una varita que echaba confeti de murciélagos—. ¡El ganador recibirá la escoba más rápida del mundo: la Turbociclón 3000!.
Pepinilla se entusiasmó tanto que casi se cae de su escoba solo de imaginarlo.
—¡Esta es mi oportunidad! —exclamó—. Con una escoba rápida nunca más me quedaré atrapada en los árboles ni aterrizaré en la chimenea equivocada.
Pero había un pequeño problema: su miniescoba, llamada «La Escobita», era la más perezosa de todas. Si no le daban galletas de avena, no despegaba. Si llovía, se negaba a volar por si se le rizaban las púas. Y si había viento, decía: “Hoy no, que me despeino las cerdas”.
Aun así, Pepinilla decidió entrenar, por si acaso…
Primero, probó a motivarla:
—¡Vamos, Escobita! ¡Vuelo supersónico!.
Pero la escoba solo bostezó.
Luego, intentó enseñarle trucos: giros, saltos, vueltas en el aire… Escobita se mareó tanto que vomitó polvo a borbotones.
Por suerte, su mejor amigo, el gnomo Pataslargas, apareció para ayudar:
—Pepinilla, lo que necesitas es motivación. Las escobas vuelan mejor si se divierten.
—¿Cómo hago que se divierta? —preguntó la bruja.
—¡Con música! —respondió el gnomo sacando una flauta.
Así comenzaron los entrenamientos musicales: cada vez que sonaba la flauta, Escobita se ponía a bailar en el aire. A veces, se olvidaba de llevar a Pepinilla y hacía piruetas sola, pero poco a poco se volvió más rápida y alegre.
Llegó el día de la carrera. En la línea de salida había toda clase de competidores: la bruja Cacatúa con su escoba-aspiradora, el mago Tragaluz montado en una alfombra voladora con luces de discoteca, y la pequeña hada Burbuja que volaba en una botella de refresco gigante.
—¡Listos! —gritó la bruja presidenta—. ¡A volar!.
¡ZUUUUM! Todos salieron disparados. Bueno… todos menos Escobita, que decidió hacer un giro de baile antes de despegar. Pepinilla gritó:
—¡Escobitaaaa, ahora no bailes salsa!.
Finalmente, la escoba arrancó, pero en lugar de seguir la ruta, se metió en el mercado del pueblo. Pasaron sobre el puesto de tomates, derramaron tres cestas de zanahorias y espantaron a un burro, que empezó a perseguirlos rebuznando.
—¡Concéntrate Escobita! —rogó Pepinilla—. ¡No queremos perder!.
Para su sorpresa, el gnomo Pataslargas estaba en una esquina tocando la flauta. Escobita, emocionada por la música, se puso a hacer piruetas y avanzó como un cohete, hasta se chocó con una pelota por el aire que quedó atravesada en la punta de su palo, mientras iban a toda velocidad utrasupersónica… consiguieron alcanzar a los demás competidores en un plis plas.
En el tramo final de la carrera, la bruja Cacatúa intentó hacer trampa usando el modo aspiradora de su escoba para succionar a los rivales, pero aspiró tantas hojas secas que se quedó atascada. El mago Tragaluz se distrajo con sus luces de discoteca y chocó contra un árbol (aunque salió bailando feliz del golpe).
Pepinilla y Escobita estaban ahora en primer lugar. Solo les quedaba atravesar el Bosque de las Cosquillas, un lugar encantado donde los árboles tenían ramas que hacían cosquillas a cualquiera que pasara.
—¡Rápido Escobita! —gritó Pepinilla—. ¡No te dejes hacer cosquillas!.
Pero la escoba empezó a reírse tanto que volaba en zigzag. Pepinilla, contagiada, también se reía a carcajadas. Entre risa y risa, cruzaron la meta rodando por el suelo.
Increíblemente… ¡Habían ganado!.
La bruja presidenta les entregó la Turbociclón 3000, pero para sorpresa de todos, Pepinilla la rechazó.
—¡No quiero otra escoba! —dijo con voz firme—. ¡Quiero seguir bailando con «La Escobita»!.
La miniescobita se conmovió, hasta le cayó una lagrimita de la emoción y la ilusión.
—Entonces, Turbociclón 3000 la devolveremos a Amazon, y usaremos el premio para ponerle luces de colores y música incorporada a «La Escobita».
Desde ese día, Pepinilla y su miniescoba se volvieron la gran alegría del pueblo: volaban entre nubes de colores, bailaban en el cielo y hacían piruetas brillantes cada sábado por la tarde. El gnomo Pataslargas era el DJ oficial, y los niños del pueblo miraban fascinados cómo llenaban el aire de un montón de polvo, música y mucha magia.
Y colorín colorado, así aprendieron en Travesurilandia que no importa si eres lento, torpe o diferente. Con paciencia, trabajo en equipo y encontrando en cada rincón la diversión, puedes convertir tus rarezas en tu mayor fortaleza y brillar como nunca.
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