Había una vez, una hada muy simpática que vivía en el Bosque del Revés, donde los árboles crecían al revés (las raíces arriba y las hojas abajo), pues de allí era Margarispas, un hada muy, pero muy despistada.
No era solo que olvidara cosas pequeñas, como dónde había dejado su varita o si se había cepillado los dientes mágicos. ¡No! Margarispas olvidaba TODO. Una vez se olvidó de que era un hada y pasó tres días pensando que era una seta con alas.
Cada mañana, su amigo Trompón, un caracol con un sombrero de copa más grande que él, le recordaba quién era.
—¡Buenos días, Margarispas! —decía Trompón.
—¿Marga… qué? —preguntaba ella, mirando alrededor.
—Margarispas. Eres un hada. Tienes alas. ¡No te sientes en la mantequilla otra vez, por favor!
Pero Margarispas ya se había sentado. Otra vez.
A pesar de ser olvidadiza, Margarispas era feliz. Le gustaba reír, cantar canciones inventadas y confundir a las ardillas dándoles nueces… de jabón.
Un día, el Bosque del Revés recibió una visita muy seria: el Gran Consejo de Hadas Importantes, con trajes brillantes, coronas relucientes y narices levantadas como si olfatearan nubes.
—¡Margarispas! —tronó la Reina de las Hadas, doña Destellaluz, con voz de trueno y perfume de lavanda—. El bosque ha perdido su Brillo Mágico.
—¿El qué? —preguntó Margarispas, intentando recordar si “Brillo Mágico” era una receta o un animal.
—¡El Brillo Mágico! —repitió la reina—. Sin él, las flores no cantan, las luciérnagas no iluminan y los unicornios… bueno, los unicornios se vuelven muy gruñones.
Todas las hadas suspiraron. Un bosque sin brillo era como una pizza sin queso.
—Y tú, Margarispas —continuó la reina—, serás la encargada de recuperarlo.
Hubo un silencio tan grande que hasta los grillos se pusieron en “modo avión”.
—¿Yo? —preguntó Margarispas, señalándose con un dedo lleno de mermelada.
—Sí, tú.
—¿Por qué yo?
—Porque —dijo la reina, frunciendo el ceño—… nadie más quiso hacerlo.
Trompón, el caracol, dio un brinquito (muy lento, por supuesto).
—¡Yo la acompaño! —dijo con entusiasmo—. ¡A paso caracolado, pero con valor redoblado!
Y así empezó la aventura.
Margarispas recibió un mapa mágico para encontrar el Brillo. Era un mapa muy elegante, con letras doradas y una voz que decía: “Gire a la izquierda en el árbol que parece un pepino”.
Todo iba bien hasta que una vaca voladora (sí, voladora, no mires así) decidió comerse el mapa porque olía a pan con mantequilla.
—¡Noooo! —gritó Margarispas—. ¡Era nuestra única guía!
—Bueno —dijo Trompón—, al menos ahora sabemos que las vacas vuelan y tienen hambre de papel. Eso ya es información útil.
Margarispas suspiró.
—Tendremos que improvisar.
Durante horas caminaron por lugares absurdos: un río de gelatina de fresa, una montaña que eructaba burbujas y un bosque de calcetines colgantes (nadie sabe por qué).
Cada vez que se perdían, Margarispas decía:
—No pasa nada, seguro que vamos por el camino correcto.
—¿Por qué? —preguntaba Trompón.
—Porque no tenemos ni idea de cuál es el camino equivocado.
Después de mucho andar, llegaron a una cueva donde dormía el Guardián de los Ronquidos Eternos, un ogro tan grande que los murciélagos lo usaban como columpio.
El Brillo Mágico estaba dentro de una cajita, justo debajo de su nariz.
Pero cada vez que el ogro roncaba, salía un viento tan fuerte que Trompón rodaba como una pelota de fútbol babosa.
—Hay que sacarlo sin despertarlo —susurró Margarispas.
—¿Tienes un plan? —preguntó Trompón.
—Sí, claro… espera, ¿de qué estábamos hablando?
Mientras trataba de recordar el plan que nunca había hecho, Margarispas se tropezó con su propia varita y le lanzó sin querer un hechizo al ogro.
El resultado: ¡el ogro empezó a cantar ópera dormido!
—¡Oooooooh, mi brillo diviiiiinooo ohhh soleeee mioooooooo! —entonaba el ogro con voz de tenor desafinado.
El canto hizo temblar la cueva, y de tanto vibrar, la cajita con el Brillo Mágico cayó justo en las manos de Margarispas.
—¡Lo tenemos! —gritó.
—¡Y no lo despertamos! —añadió Trompón.
Justo entonces, el ogro soltó un estornudo que los lanzó volando tres kilómetros hasta aterrizar en un arbusto de frambuesas parlantes.
—Agh… —dijo Margarispas, con una frambuesa en la oreja.
—Bueno —dijo Trompón—, al menos aterrizamos con merienda.
Cuando llegaron al Bosque del Revés, todos los habitantes estaban tristes. Las flores no bailaban, las mariposas bostezaban y los unicornios estaban haciendo huelga de brillo.
Pero cuando Margarispas abrió la cajita, una luz dorada llenó el aire.
Las hojas se enderezaron, las luciérnagas encendieron sus bombillas traseras y los unicornios empezaron a cantar reguetón (nadie supo por qué, pero el ritmo era pegajoso).
La reina apareció entre destellos.
—¡Margarispas, lo lograste!
—¿Lo qué? —preguntó ella.
—¡Has recuperado el Brillo Mágico!
—Ah, sí… eso. Lo hice sin querer, creo.
Todas las hadas rieron y la levantaron en el aire (aunque se les cayó dos veces porque se resbalaba de tanto reír).
Trompón infló el pecho y dijo:
—Yo siempre supe que lo lograría.
—¿De verdad? —preguntó Margarispas.
—No. Pero suena bien decirlo.
Y colorín colorado así, en el Bosque del Revés, todos aprendieron que no necesitas ser perfecto para hacer cosas maravillosas.
A veces te olvidas, te equivocas, te caes en la mantequilla o haces un hechizo por accidente… pero si sigues adelante, con risa y corazón, puedes iluminar el mundo entero. Porque incluso el hada más despistada puede hacer brillar la magia. ✨
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