Había una vez, en un bosque lleno de hojas crujientes y ardillas que bailaban merengue (sí, merengue), un conejito muy suave y curioso llamado Tamborín.
Tamborín tenía orejas largas, cola de pompón, y una energía que parecía de batería infinita. Pero también tenía algo muuuy especial: una curiosidad tan enorme que si fuera un globo, ¡habría volado hasta la luna!.
Un día, mientras saltaba por el bosque cantando su canción favorita («Zanahorias sí, piedras no, ¡yo no viajo en cajón, no no…!»), vio algo que brillaba detrás de unos arbustos.
—¡Oooooh! ¿Qué será eso? —dijo con los ojos tan grandes como galletas.
Y sin pensarlo mucho (ni poquito), se lanzó de cabeza entre los arbustos, rodó como croqueta y… ¡PUF! Cayó dentro de un agujero.
Pero no era un agujero normal. Noooooo. Era un hoyotúnelgusanosopegajosooscuroresbaloso.
(Leer con tono misterioso y pregunta al niño/a):
—¿Cómo crees que era ese hoyo? Era oscuro, resbaloso y olía a… (espera que el niño complete con lo que imagine: “a calcetín viejo”, “a sopa de rana”, “a cereal mojado”… ).
Dentro del agujero, Tamborín rebotó contra paredes pegajosas, se le quedó la bufanda atrapada en una rama con chicle viejo, y lo peor: una ardilla ninja le robó su mochila.
—¡NOOOO! ¡Mi zanahoria rellena de mermelada! —gritó Tamborín, mientras caía al fondo del túnel.
Por fin, después de 17 vueltas, 42 estornudos y una serenata de ópera horrorosa interpretada por un topo con gafas que desafinaba, llegó al fondo.
—¡Ay ay ay, qué problemón! —se lamentó—. ¿Y ahora cómo salgo de aquí?.
Intentó trepar por las paredes, pero resbalaban como gelatina de babosa. Llamó a su amiga la lechuza por su “móvil-chirriador”, pero no tenía señal en aquel lugar. Gritó, chilló, hizo señales de humo con hojitas, e incluso escribió una carta a su abuela con una zanahoria mordida.
Nada funcionó.
Estuvo atrapado 3 días, 2 horas y 17 minutos, comiendo raíces, hablando con un zapato viejo (que decía llamarse Ricardo) y jugando ajedrez con un caracol que vivía allí.
Finalmente, cuando ya olía a queso olvidado, recordó lo que su abuelita Conejina siempre le decía:
—«Si de un sitio te fue difícil salir, mejor no regreses ahí, pillín.»
Así que gritó con toda su voz de conejito cantante:
—¡AUXILIOOOO! ¡ME LLAMO TAMBORÍN Y PROMETO NO METERME EN HOYOS OTRA VEEEEEZ!.
Una familia de castores lo escuchó, construyó una escalera con ramitas y hojas de maíz, y Tamborín salió todo despeinado, lleno de barro… ¡con un hongo pegado en la nariz y un …. !. (Leer con voz graciosa y decir:)
—¿Qué tenía en la nariz, mi amor? ¡Tenía un hongo, una hoja, y también un…
(espera que el niño lo complete con una palabra chistosa como “caramelo”, “ratón dormido”, “botón bailarín”, etc.)
Cuando llegó a su madriguera, se miró en el espejo y dijo:
—Tamborín… de donde te costó salir, ¡NO VUELVAS NUNCA MÁS!.
Y pegó un cartelito en su puerta que decía:
“Prohibido hoyos, túneles y ardillas ninjas. Gracias.”
Desde ese día, cada vez que veía algo brillante detrás de un arbusto, en vez de lanzarse como zanahoria cohete, Tamborín se detenía a pensar:
—¿Y si es otro hoyotúnelgusanosopegajosooscuroresbaloso? Naaahh, ¡mejor me lo pierdo!.
Entonces decía su nueva frase favorita:
—“Conejito curioso, pero también cuidadoso, salto salto como un oso…».
Pero un día, vio algo aún MÁS brillante y MÁS misterioso. Tamborín abrió mucho los ojos y dijo:
—¡Eso sí que parece interesante! ¡Voy a…!.
(Leer mirando al niño/a y preguntarle:)
—¿Qué crees que dijo Tamborín? ¡Voy a…
(espera que el niño complete: “esperar”, “preguntar primero”, “llamar a mi abuela”, “traer a los castores”, etc.)
Y colorín colorado, así el pequeño conejito aprendió a que si te costó mucho salir de un problema, no te metas otra vez en el mismo. Aprende, sé valiente, pero también cuida de ti mismo. ¡Porque tú vales mucho para andar estando en problemas, orejitas saltarinas!.
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