El gatito que aprendió a volar

Había una vez un pequeño gatito gris llamado Nimbo, tan suave como una nube y tan curioso como un detective con gran bigote. Vivía en el ático de la señora Clotilde, una viejecita que tejía bufandas para sus seis perros (y ninguna para él, cosa que Nimbo consideraba una injusticia de proporciones universales).

Nimbo tenía un sueño muy particular: quería volar. No saltar del sofá al mueble y caer torpemente sobre una planta (como ya había hecho varias veces), sino volar de verdad, como los pájaros, los globos o los sueños.

—¡Miau, si yo pudiera volar, llegaría hasta la luna y me traería un queso gigante! —decía Nimbo relamiéndose.
—La luna no es de queso —le gruñó el perro más viejo, Don Bigotes, bostezando—. Y si fuera, yo me lo comería antes que tú.

Nimbo no se desanimó. Se pasó días enteros mirando por la ventana, observando a las palomas hacer piruetas en el aire. Practicó saltando desde la mesa hasta la lámpara, desde la lámpara hasta el sofá… y desde el sofá al suelo (con consecuencias lamentables).

Hasta que un día, mientras perseguía un trozo de hilo mágico que se le escapaba entre las patas, encontró algo brillante escondido bajo una caja. Era una pluma dorada, tan resplandeciente que iluminó todo el ático.

—¡Miau, qué bonito! —exclamó Nimbo, y sin pensarlo, la sujetó entre sus afilados dientes.

De repente, ¡puff!, la pluma empezó a brillar, y el gatito comenzó a flotar. Primero unos centímetros, luego un metro, ¡y luego hasta el techo!

—¡Miau! ¡Estoy volando! ¡Estoy volaaaAA…—! ¡PUUUUUM!

El techo no estaba tan lejos como parecía. Nimbo se quedó con las orejas aplastadas y una expresión de “no fue mi culpa” pintada en la cara.

Pero pronto aprendió a controlar su nuevo poder. Salió por la ventana y se lanzó a los cielos, dando vueltas sobre las chimeneas y haciendo “loopings” entre las nubes.

Los pájaros no daban crédito.
—¡Un gato volador! —chilló una paloma.
—¡Sálvese quien pueda, tiene cara de querer desayunar plumas! —gritó otra.

Nimbo, divertido, hizo una voltereta y se rió tanto que casi perdió el equilibrio.
—¡Tranquilos, amigos! ¡Solo quiero volar, no merendarme a nadie!

Voló hasta el campanario, donde conoció a Sir Buho, un búho sabio que usaba gafas redondas y hablaba como si siempre estuviera en una reunión importante.

—Joven gato aéreo —dijo el búho—, volar no es solo subir, también hay que saber bajar.
—¿Bajar? ¡Eso es fácil! —respondió Nimbo.

Y acto seguido, intentó aterrizar… con el mismo éxito con el que un calcetín intenta hacer yoga. Acabó rodando por el tejado y cayendo en una cesta de manzanas.

—¡Ay, mis bigotes! —murmuró.

Sir Buho soltó una risita.
—La práctica hace al maestro, peludo aprendiz.

Durante días, Nimbo siguió practicando. Volaba sobre el pueblo, ayudaba a recuperar cometas atrapadas, y espantaba las nubes para que los niños pudieran jugar bajo el sol. Pronto se convirtió en el héroe del vecindario: “¡El Gatito Volador!”

Pero con la fama, llegó el descuido.

Una tarde, Nimbo se miraba reflejado en un charco.
—Soy rápido, soy valiente, soy… ¡el mejor volador del mundo! —se decía inflando el pecho.

De pronto, escuchó un llanto. Era una ardillita, atrapada en la rama más alta de un árbol.
—¡Ayuda, por favor! —gritaba.

Nimbo, sin pensarlo, desplegó sus alas (bueno, más bien su estilo torbellino felino) y subió a toda velocidad. Pero voló tan rápido y con tanta confianza que no vio venir una bandada de gansos.

—¡Cuidadooo! —gritaron.

¡PAM! ¡PIU! ¡PLAF!
Nimbo giró como una peonza, esquivando plumas, patas y gritos, hasta que terminó de cabeza en el nido de un cuervo muy gruñón.

—¿¡QUIÉN SE ATREVE A IRRUMPIR EN MI NIDO!? —bramó el cuervo.
—Ehhh… ¿Servicio de entrega aérea? —balbuceó Nimbo.

El cuervo lo miró con ojos fulminantes, pero al ver que el gatito estaba más mareado que peligroso, lo ayudó a salir del lío.

Avergonzado, Nimbo bajó despacito, rescató a la ardilla con cuidado, y se posó suavemente en el suelo.

—Gracias, gatito —dijo la ardilla abrazándolo.
—De nada… aunque prometo practicar más antes de chocar con otro pájaro —respondió él sacudiéndose las hojas.

Desde ese día, Nimbo siguió volando, pero con más prudencia. Ya no competía con las palomas, ni presumía ante los perros del barrio. Ahora usaba su don para ayudar: traía flores a la señora Clotilde, repartía mensajes entre los niños y enseñaba a otros animales a creer en sus sueños.

Una tarde, mientras el sol se escondía detrás de las montañas, Sir Buho volvió a verlo planear entre los colores del atardecer.
—Has aprendido, pequeño Nimbo —dijo el búho—. No se trata de volar más alto que los demás, sino de hacerlo con el corazón y saber aterrizar con mucha calma.

Nimbo sonrió, flotando suavemente entre las nubes.
—Y de no olvidarse de mirar por dónde vas —añadió justo antes de esquivar una avioneta por los pelos.

Todos rieron: las aves, los perros, la señora Clotilde (que seguía sin tejerle bufandas, pero ahora le ponía platitos extra de leche).

Y así, el gatito volador siguió surcando los cielos, dejando un rastro de risas, plumas y sueños entre las nubes.

Y colorín colorado, Nimbo descubrió que volar alto es maravilloso, pero hacerlo con humildad, sin dejarse atropellar por los gansos, siempre con cuidado, y con un corazón bondadoso… ¡eso es volar de verdad y sin caerse!.

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