Había una vez un gallo llamado Picolino que vivía en una granja. Pero a diferencia de otros gallos, Picolino tenía un carácter muy especial: ¡tenía muy mala leche!. Siempre estaba de mal humor y no le gustaba que nadie le dijera qué hacer. Sin embargo, había algo que lo hacía olvidar su mal genio: ¡las piruletas gigantes de colores!
Un día, mientras caminaba por el campo, Picolino escuchó risas y música a lo lejos. Sigilosamente se acercó y descubrió que había un parque de atracciones cerca. Sus ojos brillaron al ver un enorme cartel que decía: “¡Atracciones y Piruletas Gigantes!”
—¡Eso es justo lo que necesito! —gritó Picolino, olvidando por completo su mal humor.
Sin pensarlo dos veces, decidió colarse en el parque. Se escondió detrás de un grupo de niños que entraban riendo y, cuando nadie miraba, se escabulló dentro.
Una vez dentro, Picolino vio todo tipo de atracciones: montañas rusas, carruseles y juegos mecánicos. Pero lo único que realmente le interesaba eran las piruletas gigantes. Así que comenzó a buscar la tienda de dulces.
Mientras caminaba, se encontró con un grupo de niños que estaban esperando para subirse a una montaña rusa. Al verlos tan emocionados, Picolino no pudo evitar gritar:
—¡Eh! ¡Dejen de gritar como si fueran gallinas! ¡No hay nada tan emocionante como una buena piruleta!
Los niños se quedaron boquiabiertos al ver a un gallo hablando y uno de ellos respondió:
—¡Pero tú no puedes comer piruletas! ¡Eres un gallo!
Picolino frunció el ceño y dijo:
—¿Y qué? ¡Soy un gallo con estilo! ¡Voy a conseguir mi piruleta gigante!
Finalmente, encontró la tienda de dulces. Había piruletas enormes en todos los colores del arcoíris: rojas, azules, verdes y amarillas. Su corazón palpitaba de emoción.
—¡Mira esas maravillas! —exclamó mientras se acercaba a la mesa llena de golosinas.
Pero justo cuando iba a tomar una piruleta gigante, apareció el dueño de la tienda, un hombre regordete con una gran barba blanca.
—¡Alto ahí! —gritó el hombre—. ¡No puedes llevarte esas piruletas sin pagarlas!
Picolino se puso aún más malhumorado.
—¿Quién te crees? ¡Soy Picolino el Gallo! Y voy a comerme esa piruleta aunque tenga que pelear por ella.
El dueño soltó una risa estruendosa.
—¿Pelear? ¿Con quién? ¿Con unos niños?
Picolino miró alrededor y vio a los niños riendo. Entonces tuvo una idea brillante. Se subió a una mesa y comenzó a hacer movimientos ridículos como si estuviera bailando.
—¡Miren cómo baila este gallo! —gritó uno de los niños entre risas.
Picolino empezó a hacer giros y saltos torpes mientras intentaba mantener su dignidad. Los niños comenzaron a reírse tanto que no podían parar.
Aprovechando la distracción, Picolino rápidamente tomó la piruleta más grande del mostrador y salió corriendo hacia la salida del parque.
—¡Atrapen al gallo ladrón! —gritó el dueño mientras corría tras él.
Picolino corría tan rápido como podía con su enorme piruleta en el pico. Los niños lo animaban desde atrás:
—¡Vamos, Picolino! ¡Tú puedes!
Finalmente logró salir del parque justo antes de que lo atraparan. Se detuvo bajo un árbol para descansar y disfrutar de su premio.
Al abrir la envoltura de la piruleta gigante, se dio cuenta de algo sorprendente: ¡su mal humor había desaparecido por completo! Mientras saboreaba cada bocado dulce y colorido, comenzó a reírse también.
Desde ese día, aunque seguía siendo un gallo con mala leche en ocasiones, aprendió que las risas (y las piruletas) podían cambiar su día por completo. Y así fue como Picolino se convirtió en el gallo más famoso del pueblo… ¡el gallo amante de las piruletas gigantes!
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… pero Picolino aún sigue en busca de una gran piruleta roja, verde, azul, rosa, amarilla… ¿de qué color será su próxima piruleta gigante?.
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