
Había una vez, en un estanque no muy grande, pero con muchísima belleza, una familia de patos un poco… digamos… comodones.
Papá Pato era experto en siestas flotantes, Mamá Pata hacía las mejores tortitas de algas del pantano, y los tres patitos —Plumita, Gotita y Tambor— eran unos auténticos artistas en salpicar sin mojarse el pico.
Pero eso sí: ¡no volaban nunca jamás!.
—¿Volar? —decía Papá Pato con cara de “ni loco”—. ¡Eso es para pájaros con GPS! Nosotros tenemos las patitas a ras de suelo y un gran lago de cinco estrellas monísimo.
Un día, mientras los patitos hacían carreras de hojas (y el pequeño gran Tambor se comía las suyas porque pensaba que eran galletas), apareció en el cielo una figura elegante, brillante y con patas larguísimas como fideos.
—¡Hola-hooola! —cantó la cigüeña Estrella mientras aterrizaba con estilo al lado de la charca—. ¿Quién se apunta al vuelo del otoño?.
—¿Vueloooo? —preguntó Gotita con los ojos como platos—. ¿Cómo… en el aire?.
—¡Sí, sí! —dijo Estrella girando como una bailarina de un ballet ruso—. ¡Volar es lo mejor! ¡Tienes viento en las plumas, vistas panorámicas y cero tráfico!.
—¿Y snacks? —preguntó Tambor muy serio, eso era muy importante para él, no quedarse sin «gasolina» para su cuerpecito.
—¡A veces encuentras bichitos voladores con sabor a pepinillo!, dijo la cigüeña.
—¡Yo quiero!, dijo Plumita.
Pero Papá Pato se puso firme.
—Aquí no se vuela. Aquí se chapotea, se bucea y se juega al escondite detrás de las cañas. Lo de volar es… demasiado…
Los patitos se miraron. Sus plumas temblaban de curiosidad.
—¿Y si lo intentamos solo un poquito?, dijeron susurrando.
A la mañana siguiente, muy temprano (tanto que el sol aún estaba todavía en pijama), los tres subieron a la colina más alta del estanque… que no era muy alta, pero tenía buenas vistas y un tobogán gigante lleno de barro.
—¿Listos? —preguntó Plumita.
—¡Listísimos! —gritaron los otros dos.
Contaron:
—¡Uno… dos… y… tres!.
Saltaron con las alas abiertas y empezaron a mover sus alas fuertemente… aquello iba a ser grandioso… pero de pronto, cayeron como tres croquetas rodantes contra el suelo.
¡PLOF!
¡CHOF!
¡GLOP! Y, todas las ranas que estaban mirándoles en el la orilla del estanque fueron salpicadas con una gran explosión de barro.
La patita Gotita salió como pudo del barro con una alga en la cabeza colgando.
—¿Ya estamos volando? —preguntó mareado Tambor.
—¡No! ¡Estamos haciendo sopa de pato aquí abajo todavía! —dijo Plumita mientras se tronchaba de risa.
De repente, papá y mamá llegaron corriendo medio asustados del trompazo que se habían dado sus patitos.
—¡¿Pero qué hacéis?! —gritó Mamá Pata.
—¡Queríamos volar! Pero… no supimos hacerlo mejor —dijo el pequeño gran Tambor mientras aún se quitaba el barro de los ojos.
Hubo un silencio…
Papá Pato miró a sus tres hijos llenos de barro y hojas pegadas por todas partes, y con sus ojos brillantes y una sonrisa traviesa que no pudo contener, suspiró profundamente y se rascó una pluma de la cabeza diciendo:
—Tal vez… nunca os enseñamos, porque nosotros tampoco supimos hacerlo mejor.
Y mamá, que también tenía alas (aunque siempre las usaba sólo para abanicar), miró a Estrella que les hacía señas desde una rama.
—¿Y si aprendemos poco a poco todos?, dijo con gesto curioso.
¡Y así fue!.
Esa tarde, con la ayuda de Estrella, los cinco patos practicaron. Primero aletearon como ventiladores, luego como motores a propulsión pero con el freno de mano puesto claro, y luego corrieron colina abajo agitando las alas como locos dando vueltas como croquetas otra vez…
¡Y por fin!… bueno, no volaron mucho, pero planeaaaaaaron unos tres metros y medio (cuatro si contamos el salto de Tambor, que gritó “¡SOY EL ÁGUILA MÁS RÁPIDA DEL MUNDOOOOO!”, hasta que se estampó de nuevo en el barro).
Y desde entonces, cada otoño, los patitos y sus papás vuelan un poquito a su manera, mientras van haciendo el camino que cada día les toca hacer. No van muy lejos, pero lo pasan tan bien que hasta el viento se ríe con ellos, y eso es lo que importa.
Y colorín colorado… aunque a veces no podamos volar como soñamos, lo importante es haberlo intentado, aprender y recordar con cariño lo que juntos logramos. Porque lo importante no es volar muy alto, sino ir mejorando… aunque sea para volar a ras de suelo.
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