El Club del Miedo Chistoso

Había una vez un pueblo muy, pero que muy raro, se llamaba Risueñilandia. Allí, todos tenían algún miedo curioso: la panadera le temía a las rosquillas con demasiado azúcar, el cartero se asustaba de los buzones vacíos, y Don Tomate, el verdulero, se ponía a temblar cada vez que veía… ¡una ensalada!.

Pero el más miedoso de todos era Tommy, un niño con el cabello despeinado como un nido de pájaros. Tommy le tenía miedo a muchas cosas: a la oscuridad, a las sombras de los árboles, a los grillos que cantaban de noche, y hasta a los globos porque pensaba que podían explotar en cualquier momento.

Un día, cansado de tanto miedo, Tommy decidió fundar algo muy especial:
—¡El Club del Miedo Chistoso! —gritó levantando una linterna como si fuera una espada laser.

Su idea era superar y transformar todos los miedos en risas, y se puso manos a la obra.

El primero en unirse fue Lola, su vecina, que le tenía terror a los gatos porque pensaba que maullaban en idioma extraterrestre.

—Lola, si los gatos fueran extraterrestres, ya nos habrían conquistado con su poder de mirarnos fijamente —dijo Tommy con cara seria.

Ambos se rieron tanto que un gato de verdad pasó caminando y se les quedó fijo mirando, en lugar de asustarse, le ofrecieron un poco de galletas. El gato maulló, y Lola contestó:
—¡Bienvenido, capitán galáctico maulleante, ya no te tengo miedo!.

El segundo en unirse fue Rulo, un niño gordito y alegre que tenía miedo a los ruidos de la noche. Cuando escuchaba un “¡CRAC!” en el suelo, pensaba que era un monstruo que le iba a comer el dedo pequeño del pie, por eso siempre dormía con calcetines.

—Eso no es un monstruo —explicó Tommy—, ¡es el suelo que está practicando su canción de rock cuando nadie le ve, porque es muy vergonzoso!.

Esa noche, cada crujido se convirtió en un “solo de guitarra” imaginario. Rulo acabó bailando en pijama encima de la cama y sin sus calcetines protectores anti-monstruos.

El tercero en sumarse fue Doña Margarita, una abuela simpática que se asustaba de los rayos, le daban terror. Pero Tommy le dijo:
—Tranquila, no son rayos, ¡son selfies que se hace el cielo!.

Desde entonces, cada tormenta era un espectáculo de moda para ella, y se quedaba mirando hasta que pasaba la tormenta: “¡Miren que bonito, el cielo se sacó otra foto para su álbum de recuerdos!”.

Todo iba bien hasta que alguien propuso un desafío:
—Si somos El Club del Miedo Chistoso, ¡tenemos que entrar a la Casa del Reloj Viejo! —dijo Lola con los ojos brillando de nervios y emoción.

La Casa del Reloj Viejo era la más temida del pueblo. Decían que allí vivía un fantasma que tosía como un dragón con ocho grandes resfriados.

Tommy tragó saliva, pero aceptó, la mejor manera de superar los miedos es… afrontándolos, y así desaparecen. Así que, El Club debía demostrar su valor y haber aprendido la lección.

Al llegar a aquella Casa terrorífica, la puerta chirrió tan fuerte que parecía un dinosaurio con dolor de muelas.

—¡Qué educado el dinosaurio! Nos está dando la bienvenida —bromeó Tommy.

Dentro, los relojes polvorientos hacían tic-tac a distinto ritmo, como si fueran un coro de grillos confundidos.

—¡Nos están aplaudiendo por venir! —dijo Rulo agachándose en reverencia.

De pronto, se escuchó un “¡Buuuuhhh… cof cof!”.

Lola gritó del susto. Rulo se escondió detrás de una silla rota sin una pata. Y Tommy apretó fuerte su linterna contra su pecho sin dejar de mirar.

Pero en lugar de huir, decidieron aplicar la técnica del club: ¡buscarle el lado chistoso!.

—Ese fantasma no da miedo —dijo Tommy—, ¡tiene tos! Necesita un jarabe.

—¡O caramelos de miel! —añadió Doña Margarita que siempre llevaba bolsitas para su tos en su bolso.

Y entonces apareció… un fantasma pequeñito, con una sábana arrugada y mal doblada con cara de resfriado. Tosía tanto que la sábana se le caía.

—Perdón por asustaros… —dijo con voz ronca—. No soy malo, es que cada vez que intento decir “¡Buuuuh!”, me da una tos que no veas…

Los niños y Doña Margarita estallaron de risa. El fantasma, confundido, terminó riéndose también.

Resultó que el fantasma se llamaba Gasparín (pero nada que ver con el famoso de las películas, este era especialista en estornudos, porque en esa casa hacía tanto frío que siempre estaba resfriado).

Gasparín confesó que llevaba años solito en la Casa del Reloj Viejo porque todos huían apenas lo escuchaban.

—Nadie quiere ser amigo de un fantasma resfriado —dijo con tristeza.

Tommy lo miró fijo y exclamó:
—¡Entonces te unes a nuestro Club del Miedo Chistoso!.

Gasparín aceptó encantado. Desde ese día, cambió de profesión y dejó de asustar, se convirtió en el animador oficial de las fiestas del pueblo. Cada vez que alguien tenía miedo, él aparecía con un “¡Buuuuh-atchís!” tan ridículo que nadie podía dejar de reír.

Con el tiempo, Risueñilandia organizó el Festival de la Valentía Divertida, donde cada persona contaba su miedo transformado en chiste. Había concursos de “miedos cantados”, “sustos bailados” y hasta un desfile de disfraces ridículos de miedos favoritos que no servían para nada.

La panadera ganó el primer premio disfrazándose de rosquilla gigante, el cartero desfiló sin una sola carta con un buzón vacío que repartía abrazos, y Don Tomate se disfrazó de ensalada bailarina con dientes postizos.

El pueblo entero aprendió que el miedo no desaparece de un plumazo, pero se puede volver más pequeñito cuando lo compartes y lo afrontas… y sobre todo, mucho más gracioso cuando lo miras con humor.

Y colorín colorado, así aprendieron en Risueñilandia que los miedos siempre existirán si los dejas pasar, pero no tienen por qué detenernos. Si lo enfrentamos con valentía, un toque de imaginación y mucho humor, hasta los fantasmas más ruidosos pueden convertirse en buenos compañeros de aventuras.

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