El cajón de los sueños

Había una vez, en un rincón secreto del universo, un cajón muy especial. No era un cajón de calcetines ni de galletas (aunque ojalá lo fuera, porque a veces a nuestra protagonista le entraba mucha hambre). Era el Cajón de los Sueños, y dentro de él vivía una criatura chiquitita, peludita y con un sombrero ridículamente grande.

Se llamaba Cristurita, y su trabajo era muy serio: decidir qué sueño tendría cada persona cada noche.
Cristurita no usaba ordenadores, ni tablets, ni aplicaciones modernas. ¡No, no, no! Tenía un método mucho más divertido: un montón de papelitos doblados, cada uno con un sueño escrito.

Cuando alguien se iba a dormir, Cristurita metía la mano en el cajón, removía como quien busca su gominola favorita en el fondo de la bolsa de chuches, y decía:
—A ver, a ver… ¿Qué sueño le toca hoy a este dormilón?.

Por ejemplo:

Si alguien había tenido un día aburrido, Cristurita sacaba un papelito que decía: “Soñarás que eres un superhéroe que lanza pizzas voladoras”.

Si alguien estaba triste, Cristurita le regalaba un papelito de: “Soñarás con un ejército de gatitos que tocan la guitarra eléctrica y dan abracitos”.

Y si alguien se había portado un poquito regular, ¡zas!, sacaba un papelito de: “Soñarás que te persigue una gallina gigante que quiere que le hagas los deberes de matemáticas”.

Un día, Cristurita estaba especialmente traviesa. Agarró los papelitos, los removió, los lanzó todos por aires… y se puso a reír a carcajadas:
—¡Hoy voy a repartir sueños bien locos!.

Esa noche, un niño soñó que su cama era una barca y navegaba por un río de chocolate caliente. Otro soñó que sus zapatillas deportivas hablaban y le decían: “¡Corre más rápido y coge el kétchup, que tenemos hambre de carreras!”.

Pero entonces, Cristurita vio que un niño llamado Lolo estaba triste porque pensaba que no hacía nada bien.
Cristurita buscó en el cajón…
Sacó un papelito que decía: “Soñarás que construyes un castillo con tus propias manos y todos querrán vivir en él”.

En el sueño, Lolo vio que podía inventar, crear lo que quisiera y ayudar a los demás. Cuando despertó, se sintió más valiente y pensó:
—¡Pues claro que sé hacer cosas buenas!.

Cristurita, desde su cajón, guiñó un ojo:
—Los sueños no solo son para reír… ¡también son para recordar lo valiosos que somos!.

Y desde aquel día, cada vez que alguien dudaba de sí mismo, Cristurita le mandaba un sueño de esos que abrían el corazón con sonrisas por la mañana.

Pero eso no era todo. A veces, Cristurita se confundía de papelito y las cosas terminaban en carcajadas. Una noche, un abuelito soñó que tenía que bailar reguetón con un flamenco rosa en medio del supermercado. El pobre despertó sudando, pero con unas ganas tremendas de mover los pies en la cocina.

Y aunque Cristurita se esforzaba mucho, a veces los sueños se escapaban un poquito del cajón y aparecían en lugares inesperados. Una mañana, un helado de fresa se encontró dando vueltas por la habitación de un niño llamado Nico, cantando canciones de cuna mientras intentaba no derretirse. Nico no sabía si estaba soñando o despierto, pero lo que sí sabía era que nunca había reído tanto al desayunar.

Y así, entre enredos, risas y aventuras imposibles, Cristurita aprendió que repartir sueños era más que un trabajo: era una forma de hacer que cada persona recordara que la imaginación no tiene límites. Porque cada noche, mientras el mundo dormía, ella se aseguraba de que alguien soñara algo tan loco, divertido y valioso, que al despertar no pudiera dejar de sonreír y creer que todo era posible.

Otro día, un perro llamado Max recibió por error un sueño humano: soñó que iba a la escuela y que la maestra le pedía escribir con lápiz sin salirse de la línea. Max, con sus patitas, solo pudo dibujar huesitos en la hoja… ¡y sacó un diez por su creatividad!.

Y una vez, Cristurita se puso tan juguetona que mezcló dos papelitos sin querer. Resultado: una niña soñó que volaba en un dragón que comía espaguetis mientras recitaba poemas con mil y una rimas. El dragón decía mientras movía sus patitas:

“Don Pepe tenía un sombrero,
tan grande, tan raro y tan sincero,
que dentro guardaba un trombón,
¡tres patos, un gato y un melón!”.

La niña se despertó riendo tanto, que hasta hizo reír a la lámpara y a su despertador. Y así, entre risas, gallinas matemáticas y dragones que comen espaguetis, Cristurita siguió repartiendo sueños cada noche. Nadie sabía de dónde venían exactamente, pero todos, al despertar, sentían que la vida era un poquito más divertida y que ellos mismos eran mucho más especiales de lo que imaginaban. Porque mientras existiera el Cajón de los Sueños, siempre habría una sorpresa esperando en cada anochecer y amanecer… y quien sabe si… ¡hasta un pato gigante tocando la trompeta en tu mesita de noche!.

Y colorín colorado, así recordamos que los sueños no solo sirven para dormir; también nos ayudan a descubrir lo que llevamos dentro. Nunca olvides que eres capaz de hacer todas las cosas maravillosas que te propongas… ¡hasta de ganarle en un examen de matemáticas a una gallina con gafas y calculadora!.

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