
Había una vez un pequeño y pintoresco pueblo llamado Chocotorpedo. En él, vivía una lombriz llamada Doña Lombriz, y sí, sus papás no se calentaron nada la cabeza para elegir su nombre. Ella, tenía una obsesión un poco rara: coleccionaba sombreros… ¡y no sombreros normales!. Tenía sombreros que se inflaban como globos, que cantaban óperas, que lanzaban confeti, y uno que incluso daba saltos por toda la casa como si tuviera vida propia.
Un día, Doña Lombriz escuchó rumores sobre un sombrero legendario: se decía que podía conceder cualquier deseo… o al menos eso parecía.
—¡Si me lo pongo, seré la lombriz más increíble de Chocotorpedo! —exclamó con ojos brillantes.
Corrió a la tienda del Señor Piojo, el comerciante de cosas raras y a veces peligrosas, a veces hasta tenía dinamita.
—¡Quiero ese sombrero que hace todo lo que deseo! —dijo señalando uno enorme, con luces parpadeantes, plumas de colores y ruedas pequeñas que chirriaban—. ¡Será mío!.
—Ten cuidado, Doña Lombriz —advirtió el Señor Piojo—. Lo que no es para ti puede decepcionarte mil y una veces.
Pero Doña Lombriz no escuchó. Pagó con monedas de chocolate y salió corriendo, imaginando todas las aventuras épicas que tendría.
Al ponérselo, el sombrero empezó a girar, saltar y lanzar burbujas que olían a fresa, chocolate y… ¡calcetín viejo!. Doña Lombriz intentó controlarlo, pero pronto salió disparado por la ventana como un cohete.
—¡Socorro! —gritó—. ¡Esto no es lo que esperaba!.
Voló sobre la plaza del pueblo, aterrizando primero sobre un carrito de helados, luego sobre la cabeza de un gato dormilón, y después sobre una torre de panecillos recién horneados. Cada intento de usar el sombrero “a su manera” acababa en un desastre hilarante: el sombrero le lanzaba crema, serpentinas y hasta un par de mini fuegos artificiales que hacían “pop” en la cabeza de Doña Lombriz.
Los vecinos no podían contener la risa: Doña Lombriz girando como un torbellino, con helados, pan y confeti por todos lados, mientras un grupo de patos mareados la seguían como si fuera un divertido desfile de carnaval.
—¡Cuidado, Doña Lombriz! —gritó Tomás, su amigo—. ¡Ese sombrero va a hacer explotar tu desayuno!.
El sombrero, como si tuviera mente propia, lanzó un croissant de chocolate que cayó sobre la espalda de Doña Lombriz, que salió volando directo a la plaza central. Allí, un grupo de ardillas decidió unirse a la diversión. Comenzaron a robar confeti del sombrero y a lanzarlo al aire, mientras un loro bromista repetía “¡Pío, pío, sombrero loco, arggggh, socorro, arrrrgggh!” una y otra vez.
—¡Esto es peor que una tormenta de helados y pasteles! —gritó Doña Lombriz intentando atrapar el sombrero que ahora giraba como un huracán gigante.
En su locura, el sombrero llegó al río, donde unas ranas hicieron un concierto de croar mientras se deslizaban sobre mini balsas hechas de hojas. Doña Lombriz terminó resbalando en una piel de plátano que el sombrero había lanzado justo en la orilla, cayendo de cabeza en un charco de ¿gelatina marrón? que, milagrosamente, no manchaba, pero sí olía un poco rarillo.
—¡Esto no es lo que esperaba! —gritaba, mientras las ranas lo animaban y los peces hacían piruetas—. ¡Nunca más volveré a confiar en un sombrero que no es para mí, vaya mareo!.
Finalmente, exhausta y cubierta de confeti, ¿gelatina marrón?, crema y serpentinas, Doña Lombriz se sentó a descansar. Una tortuga llamada Tortu lo miró con paciencia y dijo:
—Sabes, amiga… eso pasa cuando quieres algo que no es para ti. A veces pensamos que ciertos objetos o deseos nos harán felices, pero pueden traernos más problemas que diversión.
Doña Lombriz suspiró y miró su sombrero loco. Entonces tuvo una idea: si no podía controlarlo, ¡al menos podía divertirse con él!. Comenzó a girar, saltar y hacer acrobacias, dejando que el sombrero hiciera todo lo que quisiera. Los vecinos se unieron: los patos aplaudían, las ardillas hacían piruetas, los gatos se deslizaban sobre charcos de crema, y hasta las ranas hacían un espectáculo musical improvisado.
De repente, un grupo de lombrices bailarinas apareció con mini trompetas hechas de fideos. Comenzaron a tocar marchas mientras Doña Lombriz giraba sobre su sombrero, ¡y el confeti se convirtió en un torbellino musical que hacía que incluso los caracoles del jardín bailaran cha-cha-cha!.
Después, un camaleón bromista saltó al sombrero y empezó a cambiar de colores cada vez que Doña Lombriz daba un giro. Cada cambio provocaba carcajadas: de azul a rosa, de verde a naranja, hasta que el sombrero parecía un arcoíris ambulante que lanzaba burbujas olor a chocolate y limón.
Para rematar, un grupo de polillas con mini linternas comenzó a seguir los movimientos del sombrero, iluminando todo como un espectáculo de luces improvisado. Doña Lombriz reía tanto que perdió un zapato, que salió volando directo a la fuente del pueblo y provocó un pequeño chapuzón de peces haciendo piruetas.
El sombrero que había sido una decepción se convirtió en el corazón de la diversión más loca que Chocotorpedo había visto. Doña Lombriz aprendió algo importante: aunque algo no sea para ti, siempre puedes encontrar una forma de sacarle alegría y diversión.
Al final del día, cubierta de confeti, crema y helado, Doña Lombriz sonrió mientras guardaba el sombrero en su estantería. Sabía que la próxima vez que deseara algo, pensaría primero si realmente era para ella. Y si no lo era… ¡pues al menos podría convertirlo en otra aventura divertida en su vida!.
Y colorín colorado, así descubrió nuestra amiga la lombriz, que lo que no es para ti puede decepcionarte mil y una veces, y hasta hace equivocarnos una y otra vez. ¡Pero si hacemos piruetas con los problemas, aprendemos de ellos, nos reímos y buscamos lo divertido, hasta los desastres más grandes pueden convertirse en las aventuras más fantásticas!.
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