
Había una vez una playa con piedrecitas, agua cristalina, árboles que daban sombra y muchas palmeras, sin cocos, pero muchísimas y bonitas. Era un día soleado en la playa favorita de Tomás y su mamá, la Playa del Sombrero Perdido. (Se llamaba así porque siempre, pero siempre, el viento se llevaba el sombrero de alguien. ¡Incluso hasta de los cangrejos! Bueno… quizá no, pero Tomás lo imaginaba así).
Tomás tenía un flotador con forma de donut gigante. Era tan grande que a veces parecía que el donut llevaba a Tomás, y no al revés. Pero, ese día iban a hacer paddle surf por primera vez juntos.
—Mamá, ¿y si nos encontramos un tiburón? —preguntó Tomás con ojos como platos.
—Pues le invitamos a desayunar… aunque mejor que no se coma el donut flotador, ¿eh? —respondió mamá guiñándole un ojo.
Subieron a la tabla: mamá atrás, y Tomás delante. El mar estaba tranquilito, pero… ¡de repente! Una ola traviesa llegó corriendo desde el horizonte como si hubiera visto un anuncio de: ¡¡Helado gratis, aquí!!.
—¡Agárrate Tomás! —gritó mamá.
La ola empujó la tabla y… ¡splaaash! Tomás cayó al agua haciendo más espuma que una lavadora enloquecida.
Salió a la superficie riendo:
—¡Mamá, creo que la ola me hizo un lavado rápido… y hasta me quitó la arena que tenía detrás de las orejas!.
Su mamá riendo a carcajadas le dijo: ¡Madre mía, casi hacemos la segunda parte de la película de Titanic! Ja ja ja ja.
Volvieron a subirse a la tabla mientras se tronchaban de risa y siguieron remando, bordeando los gigantescos acantilados. Y, entre historias de piratas y más risas, vieron peces de colores, una gaviota muy presumida que se miraba en el agua como si fuera un espejo, y… ¡una medusa que parecía un globo flotante de mil colores!.
Tomás quería tocarla, pero mamá dijo:
—No, no, hijo. Las medusas no son para tocar, son para admirar… como los grandes pasteles en la pastelería antes de irte con tu barra de pan ja ja ja ja ja.
Mientras seguían remando y viendo las cuevas de los acantilados, Tomás miró hacia el agua y gritó:
—¡Mamá, creo que debajo de nosotros hay un pulpo gigante!.
Mamá miró rápido, algo asustada, pero vio… ¡su propio reflejo en el agua!.
—Tomás, ese “pulpo” soy yo con los pelos mojados y super alborotados, jajajajajaja.
Tomás estalló en carcajadas:
—¡Ah, entonces no hay peligro!… Bueno, a menos que me quieras atrapar con tus tentáculos para darme mil y un besitos como haces cada noche antes de dormir.
Y así, navegando, navegando por su playa favorita, siguieron disfrutando del paisaje, las calas, el mar y el sol, haciendo también alguna parada en medio del mar, para hacer saltos, casi como los que hacen desde un trampolín, desde encima de la tabla al mar, dándose unos buenos chapuzones. De pronto, terminaron llegando hasta una boya amarilla que parecía un queso gigante flotando en el mar. Tomás gritó:
—¡Mamá, creo que aquí vive un ratón surfista!.
Mamá se rió tanto que casi se cae de la tabla.
Cuando regresaron a la orilla, Tomás se tumbó en la arena.
—Mamá, hoy he aprendido algo muy importante.
—¿A remar mejor? —preguntó ella.
—No, que las olas son como los toboganes: si te caes, ¡te vuelves a levantar!.
Y colorín colorado, así Tomás aprendió que en la vida, como en el mar, a veces una ola te tira… pero lo importante es volver a subirte a la tabla y seguir disfrutando del viaje.
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