Maximus y los gatitos del imperio romano

Había una vez un niño llamado Max, aunque cuando se ponía su escudo hecho de cartón y su capa roja (que en realidad era la toalla del baño de su casa), él se transformaba en… ¡MAXIMUS, EL GRAN GLADIADOR!.

Un día por la mañana, Max y su familia fueron de excursión a unas ruinas romanas muy antiguas y preciosas. El sol brillaba, los pájaros cantaban, y Max… ¡ya estaba corriendo entre las columnas como si fuera el dueño del Imperio!.

—¡Esto es mi coliseo! —gritaba con su espada de juguete en posición de defensa—. ¡Prepararos para el combate, fieras salvajes, vais a pasar mucho miedito!.

Pero las “fieras salvajes” no eran leones… ¡eran gatitos callejeros que vivían entre las viejas piedras!.

Primero apareció uno blanco con una mancha en forma de bigote.
—¡Soy Catius, el sigiloso! —maulló el gato haciendo una voltereta sobre una piedra.

Luego otro, muy gordito y naranja, se tumbó a tomar el sol.
—Yo soy Gordianus, el dormilón. No lucho, pero si quieres, te doy un lametón.

Maximus se quedó boquiabierto.
—¿Gatitos gladiadores, y que hablan? ¡Esto no lo pone en los libros del colegio!.

Los gatos lo rodearon y comenzaron a jugar. Saltaban, trepaban, le robaban la espada de juguete y se la llevaban entre carreras, maullidos y ronroneos.

Maximus no se rendía.
—¡Volved aquí, mininos romanos! ¡El honor de Roma está en juego!.

En su imaginación, el antiguo coliseo cobraba vida. Las columnas se alzaban altísimas, el público rugía desde las gradas (aunque en realidad eran palomas y turistas paseando), y Maximus cabalgaba sobre un carro tirado por las correas de su pequeña mochila.

—¡Al ataqueeee, arreeeee, arreeeee! —gritó.

Los gatitos respondieron lanzándole bolitas de tierra como catapultas. Una le dio en la nariz y se cayó de espaldas… riéndose a carcajadas.

—¡Rendíos, gatos del imperio perdido! —dijo entre risas—. ¡Tengo galletas de pescado, venir a buscarlas!.

Los mininos, al oír «pescado», se pusieron firmes como soldados.

—¡General Maximus! —dijo Catius el sigiloso—. ¡Aceptamos el tratado de paz… si hay comida, por su puesto!.

Y así, todos los gatos se subieron a su regazo mientras él merendaba con su familia, sentado sobre una piedra milenaria con su mini capa roja ondeando al viento.

Su madre le preguntó:

—¿Lo estás pasando bien, Max?

Y él respondió:

—¡Estoy salvando Roma con gatitos romanos! ¿Puede haber algo mejor para la excursión de hoy?.

Y colorín colorado, ese día Max aprendió… que los mejores guerreros no luchan con espadas, sino… ¡con sonrisas, juegos, una buena táctica y muchos maullidos!.

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