
Había una vez una libreta azul con estrellitas doradas en la tapa. Vivía en la mochila de Carlos, un niño curioso de seis años que usaba la libreta para todo: dibujar dinosaurios, escribir letras enormes, pegar pegatinas de monstruos y hasta hacer mapas del tesoro (aunque una vez escondió un «tesoro» en una zapatilla y nadie ha vuelto a encontrarlo después).
Pero lo que nadie sabía era que aquella libreta… ¡estaba viva!. Cada hoja tenía su propia personalidad: la hoja número uno era muy orgullosa porque tenía el primer dibujo de Carlos, un dragón volador que parecía más un pollo desplumado con alas, pero ella insistía en que era arte moderno. La hoja número cinco era chistosa y aún se reía porque Carlos le había dibujado un bigote a una rana. La hoja número veinte estaba llena de pegamento y aún pegajosa, y se pasaba el día atrapando pelusas y grititos de las hormigas que se quedaban pegadas. Y la hoja número cuarenta y ocho (¡sí, la penúltima!) era algo gruñona porque le había tocado un ejercicio de matemáticas con muchas tachaduras, multiplicaciones y un enorme borrón en forma de donut.
Y luego estaba ella: la última hoja, la número cuarenta y nueve. Era una hoja blanca, limpia, que aún no había sido usada. Vivía al final de la libreta, esperando su turno con muchísima ilusión.
—¡Pronto me tocará a mí! —decía la hoja última cada mañana, estirándose con elegancia—. Estoy segura de que Carlos dibujará algo precioso en mí. ¡O tal vez me use para escribir un secreto increíble sobre extraterrestres!.
Pero pasaban los días… y nada.
Carlos iba usando cuadernos nuevos, con tapas de dinosaurios rugientes o de cohetes que parecían tener luces (aunque solo era purpurina de colorines), y la libreta azul quedó olvidada en un cajón, junto a una gomita mordida y un chicle ya petrificado del curso pasado.
—¿Y yo? —suspiró la última hoja—. ¿Nadie me va a usar? ¿Y si me quedo así para siempre? ¿Y si me ataca el moho del cajón? ¡Auxilio!.
Un día, Carlos buscaba papel para escribir una nota a su mamá. Abrió el cajón… y ¡voilà! Apareció la libreta azul.
—¡Mi libreta vieja, cuánto tiempo, ya no sabía ni dónde estaba! —dijo sorprendido—. A ver si queda alguna hoja…
Pasó las páginas llenas de dibujos, garabatos, churretes de pegamento, una hoja que olía a yogur de coco (nadie sabía por qué)… hasta que la vio: la última hoja.
—¡Oh! ¡Queda una!.
Carlos pensó unos segundos. Luego sonrió, cogió un rotulador rojo y escribió bien grande en medio de la hoja:
«SONRÍE 😊❤️»
Después arrancó la hoja con cuidado (aunque la hoja gritó «¡Ay!» como era de costumbre), y la pegó en la nevera con un imán en forma de plátano con gafas de sol, para que su mamá la viera por la mañana.
La hoja última se puso tan contenta que casi se le salieron las letras de la emoción.
—¡He cumplido mi misión! —dijo feliz—. ¡He hecho sonreír a alguien! ¡Y además, tengo vista panorámica de la cocina, y cuando tenga un poquito de hambre tendré cerca los helados de chocolate blanco!.
Y desde entonces, todas las mañanas, la mamá de Carlos sonreía al ver aquel mensaje en la nevera, Carlos también sonreía al recordarlo, y la hoja, claro, sonreía desde su lugar especial, sintiéndose la más importante de todas… incluso más que el imán en forma de plátano con gafas de sol.
Y colorín colorado, a veces, lo último puede ser lo más bonito. Incluso lo que parece pequeño o olvidado puede tener una gran misión: hacer sonreír a alguien, pero que no se entere la última hoja, que ahora se cree una estrella famosa del rock por hacer sonreír a todo el vecindario.
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