
Había una vez un pueblo llamado Troncolandia, en el que vivía una tortuga llamada Faustina. Era una tortuga simpática, de caparazón brillante y sonrisa contagiosa, pero con un defecto tan grande como una sandía:
¡Faustina era más floja que un zapato con agujetas!.
Mientras los demás animales limpiaban, cocinaban, jugaban con sus hijos o cuidaban los jardines, Faustina siempre tenía una excusa lista:
—No puedo, me duele la uña del pie.
—Después lo hago, es que estoy ocupada pensando lo que tengo que hacer esta tarde.
—Ufff, ¡qué cansancio da nada más de imaginarlo!.
Y lo peor de todo es que Faustina tenía un novio: un ratoncito llamado Federico, que era rápido, alegre y siempre dispuesto a ayudar a todos. Él la quería mucho, pero ya estaba un poco cansado de que Faustina nunca moviera ni un dedo.
Un día, el alcalde del pueblo, Don Mapache, anunció con voz solemne:
—¡Atención, habitantes de Troncolandia! Este fin de semana celebraremos la Gran Fiesta del Amor y la Amistad. Todos deben preparar algo especial: un plato, una canción, un regalo hecho a mano, ¡lo que quieran!. Pero recuerden: el amor no es solo palabras bonitas, el amor se trabaja.
Todos los animales aplaudieron y empezaron a hacer planes.
La señora Oveja comenzó a tejer corazones de lana y hacer cojines con la fecha con la que empezó a salir con su querido «ovejo». El señor Gallo practicaba una dulce y desafinada serenata su guitarra.
Y Federico, el ratoncito, estaba emocionadísimo: quería preparar una canasta llena de quesitos en forma de corazones.
¿Y Faustina? Pues Faustina estaba tirada debajo de un árbol, bostezando.
—Faustina, ¿qué vas a preparar para la fiesta? —le preguntó Federico.
—Yo… mmm… voy a preparar… ¡una siesta muy especial! —respondió estirándose.
—¡Faustina! —dijo Federico con las orejas tiesas—. El amor se trabaja. Si quieres demostrar que me quieres, ¡haz algo!.
Pero Faustina solo se rió y dijo:
—Tranquilo, mi ratoncito, yo te quiero, pero ya trabajo mucho soñando…
Pasaron los días y todos en el pueblo trabajaban con entusiasmo. El erizo hacía galletas con forma de estrella, el búho escribía poemas, y hasta las hormigas practicaban un baile subterráneo.
Faustina, en cambio, seguía descansando.
El mismo día de la fiesta, Federico se le acercó.
—Faustina, ya es hora. ¿Qué preparaste?.
—Mmm… ¡mi sonrisa! —contestó Faustina mostrando los dientes.
—Eso no se prepara, flojonaza —dijo Federico con un suspiro.
La plaza del pueblo se llenó de colores, luces y música. Cada animal presentó su regalo: el pastel de miel de las abejas, la canción del gallo, el tejido de la oveja.
Cuando llegó el turno de Federico, todos aplaudieron sus quesitos en forma de corazón.
Luego, el alcalde Don Mapache preguntó:
—¿Y tú, Faustina? ¿Qué nos trajiste?.
Faustina tragó saliva. Todos lo miraban.
—Pues yo… traje… mmm… ¡aplausos, por favor! —dijo, y comenzó a aplaudir ella sola.
El silencio fue tan grande que se escuchó hasta el zumbido de un mosquito que pasaba por allí. Los animales lo miraron con cara de “¿y esta qué va a hacer?”.
Federico, con los ojos llenos de decepción, se alejó despacito…
Faustina se quedó pensativa. Por primera vez, sintió que algo no iba bien.
“Quizás el amor sí se trabaja… y yo no hice nada”, pensó.
Miró a Federico, que estaba solo junto a la canasta, y de pronto tuvo una gran idea.
Se arremangó el caparazón y fue decidida a arreglarlo. Corrió a la cocina, aunque “correr” en tortuga era más bien caminar apurada como un carrito con una llanta rota y dos ruedas pinchadas, vamos, a velocidad caracol.
Allí encontró harina, miel, frutas y un sartén enorme.
—¡A cocinar! —gritó como si fuera una gran chef experta.
Pero… aquello fue un desastre:
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La harina explotó en su cara y quedó blanca como un fantasma de los dibujos.
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Batió los huevos tan fuerte que uno salió volando y le cayó en la cabeza al búho poeta.
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La miel se le pegó tanto que terminó con un banco pegado a su caparazón.
—¡Auxilio! ¡Soy una tortuga con banco integrado, no sentaros encima de mi que me espachurráis! —gritaba mientras trataba de zafarse de él.
Los demás animales se reían tanto que casi se caen de espaldas.
A pesar de todo, Faustina no se rindió. Mezcló, batió y cocinó hasta lograr una torre de panqueques en forma de corazón… bueno, en realidad parecían corazones después de un gran terremoto, pero algo era.
Con la cara llena de harina y miel en los codos, Faustina salió tambaleando a la plaza con su gran creación.
—Esto… es para Federico —dijo jadeando y quitándose el sudor—. Tardé, pero entendí que el amor no se dice acostada en una hamaca. El amor es levantarse, ensuciarse, trabajarlo… y hacerlo con cariño.
Federico la miró con ternura, probó un pedacito y sonrió.
—Woooow, Faustina… ¡está delicioso!.
—¿De verdad? —preguntó ella, casi desmayándose de cansancio.
—Sí —rió él—. Aunque sepa un poco a carbón… ¡lo importante es el esfuerzo y el cariño de los dos!.
Todos los animales aplaudieron. Faustina, agotada pero feliz, pensó que trabajar por amor era mucho mejor que dormir todo el día.
Y colorín colorado, así la tortuga comprendió que el amor no son solo palabras bonitas, ni promesas vacías. El amor se demuestra con acciones, con esfuerzo y con trabajo. Porque cuando trabajamos el amor por quienes queremos, el cansancio se transforma en cariño y felicidad compartida.
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