La niña que se perdió en el Bosque Despistado

Había una vez una niña llamada Estefanía, que tenía tanta energía que parecía que había desayunado siete tazas de chocolate con churros en lugar de una.
Un día, se fue de excursión con su campamento de verano al bosque de su pueblo, el precioso Bosque Despistado, pero Estefanía como hablaba, cantaba y saltaba todo al mismo tiempo, de repente se dio cuenta de algo terrible:

—¡Socorrooooooo! —gritó con voz de ópera—. ¡Me he perdidoooooo!

El bosque no respondió. Bueno, sí:
—¡Plof! —una ardilla le lanzó una bellota en la cabeza como diciendo: “¡Niña, baja el volumen, que aquí la gente intenta hacer la siesta!”.

Estefanía respiró hondo y recordó una frase que había leído en un cartel en una de las paredes de la biblioteca:
«El que se pierde no está derrotado, solo está aprendiendo a buscar.»

Así que en vez de llorar, miró a su alrededor para intentar encontrar una solución.

Primero vio un árbol enorme que parecía un árbol de Navidad gigante.
—¡Perfecto! —dijo—. ¡Me subiré ahí y desde lo alto encontraré el camino de nuevo!
—¡Cric, crac, cric! —sonaban las ramas mientras subía.
Pero no, ese árbol solo llevaba a un grupo de pájaros que la miraban con cara de “¿Tú qué haces en nuestra terraza?”.
—¡Pío, pío, fuera intrusa! —parecía que le decían.
Y Estefanía pensó:
—Voy a coger este pajarito, a ver si él ve mejor el sendero y me ayuda.

Entonces escuchó otra frase en su cabeza, como si susurrara el viento:
«Lo que depende de ti es avanzar; lo que no depende de ti, suéltalo.»

—¿Uy, quién me ha hablado? Creo que el chicle de tutifruti de antes llevaba mucho pica-pica. Vale, viento —respondió Estefanía—, ¡seguiré avanzando!.

Y soltó al pobre pajarito, que salió volando con un rápido ¡flap, flap, flap! de sus alitas, no sea que lo cogiese otra vez… Pero la niña siguió caminando de nuevo, en busca del sendero adecuado… hasta que tropezó con una gran piedra.
—¡Cataplum! —se escuchó mientras se daba un golpetazo y gritaba la niña de fondo…
—¡Aaaaaaaay! —se quejó—. ¿Quién puso esta piedra ahí? ¡Esta piedra es un enemigo cruel!
Pero entonces, recordó otra frase que su mamá le repetía cuando Estefanía se enfadaba mucho por algo:
«No son las cosas las que nos molestan, sino la opinión que tenemos y cómo reaccionamos a ellas .»
Así que se levantó, se sacudió las rodillas y dijo con solemnidad mirándola:
—Piedrita, no eres mala… solo estabas ahí quietecita y yo fui la torpe. Te perdono, pero la próxima vez avísame con luces de discoteca o algo para no tropezarme de nuevo, ¡auuuchhh!.

La pequeña continuó buscando el camino, con un gran chichón más, pero dispuesta a encontrar la salida.

Más adelante, se cruzó con un tronco tan largo que parecía una serpiente dormida.
—¡Shhh! —susurró—. Si fueras una serpiente de verdad, al menos me guiarías…
Y entonces el tronco empezó a moverse: ¡Ras, ras, ras!
—¡Aaaahhh! —chilló Estefanía—. ¡Una serpiente gigante y seguro que me come de un bocado, esto es el fin del fin!
Pero no, eran tres erizos en fila india que bufaron como diciendo: “¡Niña, camina tú solita, que bastante tenemos con pinchar hojas para limpiar la entrada de nuestra casita!”.

La niña se quedo alucinando por un momento… un erizo le había hablado mientras barría hojas en el bosque… ¡Wowww, esta parte del Bosque Perdido mola un montón!, dijo la niña mientras cerraba la boca del asombro.

Un poco después Estefanía, encontró un charco tan grande que parecía un espejo marrón. Se vio reflejada y exclamó:
—¡Qué cara de perdida tengo!
Entonces recordó otra frase que había visto al final de un capítulo de sus dibujos favoritos:
«La dificultad muestra y saca lo que somos realmente.»
La niña decidida y valiente se animó, tomó carrerilla y… ¡zassss! ¡plooooof! ¡chooooof! cayó de lleno dentro. Se levantó chorreando barro y gritó riéndose:
—¡Ahora no estoy perdida, ahora soy un croquetón vegetal bien rebozadito con patas!

La niña se quitó las hojas que se le habían pegado a sus pequeños mofletes, y hasta una rama que se le había enredado por todo el pelo, y siguió andando, más fresquita eso sí, hasta que se encontró con un conejo con pinta de profesor serio.
—¿Sabes el camino de salida? —preguntó Estefanía.

El conejo movió la nariz como diciendo:
—“¿La salida? ¡Ni idea, buena suerte! Yo solo busco zanahorias, ¡snif, snif!”.

Y mientras olisqueaba el suelo, añadió con gesto sabio:
—“Pero si ves una señal que diga ‘Restaurante Vegetariano’, avísame, que ahí fijo encuentro algo rico seguro”.

Estefanía se quedó mirándolo tan seria y con los ojos como platos que al final estalló en carcajadas:
—¡Jajaja, jijiji, jojojo, jujuju! —reía tanto que hasta el conejo la miró torciendo la cabeza, como diciendo: “Esta niña está peor que una cabra en patinete y sin casco”.

Al final, tras caminar tranquila y con paciencia, encontró una señal enorme anclada a un árbol que decía: SALIDA.

—¡Lo logré! —gritó—. ¡Y sin GPS, toma ya!

Cuando volvió con su clase, todos la miraban sorprendidos.
—¿Dónde estabas? ¡Tienes 20 hojas pegadas en el pelo, y hasta te falta una zapatilla!—preguntó la maestra asustada.
Estefanía sonrió con orgullo y contestó feliz por las aventuras que había vivido y todo lo que había superado:
—Perdida… pero he aprendido que perderse también es un buen camino que hay que hacer para encontrarse otra vez.

Y colorín colorado, a veces perderse es una gran aventura para encontrarse. Si alguna vez te sientes perdido no es un problema, sino una oportunidad para descubrir nuestra calma, nuestra valentía, nuestra risa y hasta recordar lo que nos hace felices de verdad. Porque como aprendió Estefanía: “El camino siempre aparece cuando tú decides caminar”.

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