
Había una vez una niña llamada Laura que tenía una pasión muy particular: escribir. No coleccionaba muñecas, no hacía castillos de arena muy a menudo, ni tampoco le entusiasmaba saltar la cuerda. Lo que más le gustaba en el mundo era agarrar un lápiz, abrir su cuaderno azul y dejar que las palabras se escaparan como palomitas de maíz dentro de una olla caliente.
Lo curioso era que Laura tenía un objeto muy especial para escribir: una pluma antigua de tinta que había pertenecido a su tatarabuelo. Era grande, con un mango de madera oscura y una punta metálica que brillaba al sol. Aunque parecía delicada, Laura la usaba como si fuera un bolígrafo moderno. “Si mi tatarabuelo pudo escribir cartas con esta pluma, yo puedo inventar mundos enteros”, pensaba orgullosa.
Laura escribía en todas partes: en su cama, en la cocina, debajo de la mesa, e incluso en el patio, mientras los demás niños jugaban a la pelota.
—¡Laura, ven a jugar! —le gritaban sus amigos.
—¡Un minuto! Estoy escribiendo cómo un dragón aprende a tocar la guitarra eléctrica —respondía sin despegar los ojos de su cuaderno.
Sus relatos eran un desfile de ocurrencias disparatadas. Un día inventaba a un perro astronauta que ladraba en marciano, otro día creaba un monstruo con miedo a las galletas y al día siguiente contaba la historia de una zapatilla que soñaba con ser presidenta.
Un detalle gracioso era que, cuando escribía con la pluma de su tatarabuelo, las letras parecían bailar en el papel, como si también ellas tuvieran vida propia.
Una vez, escribió en la lista de la compra de su mamá:
- Leche
- Pan
- Huevos
- Y un unicornio con patines, por favor.
Cuando su mamá vio la lista en el supermercado, casi se le cae dentro del carrito de la risa.
Otra vez escribió en el pizarrón de la clase de matemáticas: “2 + 2 = 4, pero 2 dragones + 2 dragones = fiesta asegurada”. La maestra intentó regañarla, pero terminó riéndose tanto que le dio un aplauso por su buena caligrafía.
Pero lo que Laura no imaginaba era que sus palabras tenían un poder especial. Un día, mientras escribía un cuento sobre un ratón que se volvía gigante, el dibujo de ese ratón en su cuaderno se movió. Le guiñó un ojo, bostezó y ¡saltó al suelo!.
—¿Qué está pasando? —preguntó Laura con los ojos como platos.
—¡Hola! Soy Ratoncio, tu creación. Gracias por escribirme, pero oye, ¿tienes queso? —dijo el ratón gigante acomodándose en la alfombra como si fuera su casa.
Desde ese día, cada vez que Laura escribía con la pluma de su tatarabuelo demasiado concentrada, alguno de sus personajes cobraba vida. Imagínate lo que fue tener en su habitación a un pingüino que quería aprender karate, a una nube que se negaba a llover porque no tenía ánimo, y a un dragón bebé que insistía en usar calcetines de colores.
Aunque al principio Laura se asustó un poquito, pronto descubrió que era divertidísimo. Eso sí, también era algo caótico. Una tarde, la nube deprimida decidió llover dentro del salón, y hubo que tender la ropa en todas las lámparas. Otro día, el perro astronauta abrió la nevera buscando combustible para su cohete, y se comió todas las salchichas.
Laura entendió que debía escribir con cuidado, porque sus historias eran tan poderosas que podían salirse de las páginas. Sin embargo, no dejó de hacerlo. Al contrario, escribió más y más, hasta que su cuarto se llenó de pilas y pilas de cuadernos. Tanto escribió que sus lápices se quejaban de cansancio y se escondían bajo la cama.
—¡Ya basta, Laura! ¡Necesitamos vacaciones! —protestó un lápiz con voz ronca.
—Lo siento, pero tengo otra idea increíble —respondía ella mientras sacaba la pluma del tatarabuelo y mojaba la punta en el tintero.
Un día, la maestra anunció un concurso de relatos para niños.
—El ganador verá su cuento publicado en un libro de verdad —dijo con entusiasmo.
Laura no lo pensó dos veces: se inscribió inmediatamente. Pasó días enteros trabajando en su historia más divertida y loca: la de un plátano que quería ser cantante de ópera y se negaba a ser comido hasta dar su primer concierto.
Cuando entregó su cuento, se sintió tan nerviosa que casi se muerde las uñas. Pero a la semana siguiente, la directora la llamó al escenario de la escuela.
—¡Felicitaciones, Laura! Tu relato ha sido elegido como el ganador. Tu cuento saldrá en un libro que todos podrán leer.
Laura se quedó boquiabierta. Sus compañeros aplaudían, la maestra lloraba de orgullo y hasta sus lápices, cansados, levantaron las manos en señal de victoria.
La noticia corrió por el pueblo. “¡La niña que escribe con tanta imaginación que sus personajes casi cobran vida!”, decían todos. Y cuando el libro se publicó, Laura lo abrazó con fuerza. Dentro de esas páginas estaban sus ideas, sus ocurrencias, y sobre todo, su alegría por contar historias.
—¿Ves, Ratoncito? —le susurró al ratón gigante—. Ahora no solo tú existes. Mi libro también vivirá en las manos de otros niños.
Y desde ese día, Laura siguió escribiendo, pero con una sonrisa aún más grande. Porque había descubierto que lo que más le gustaba en el mundo no era solo inventar historias, sino compartirlas.
Y colorín colorado, así la niña aprendió a que si amas lo que haces, trabajas con alegría y constancia, tus sueños pueden hacerse realidad. A veces la magia no está en las páginas, sino en creer en ti mismo y nunca dejar de intentarlo.
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