La Gran Batalla de los Castillos de Arena

Había una vez una niña llamada Bea, que tenía seis años, los pies siempre llenos de arena y una risa que hacía reír hasta a las gaviotas. Un día de verano, Bea fue a la playa con su cubo, su pala y un plan maestro: ¡construir el castillo de arena más espectacular del universo entero!.

—¡Hoy será el Gran Día del Gran Castillo! —gritó Bea mientras su gorra salía volando por culpa del viento travieso.

Bea empezó a cavar y amontonar arena con una gran excavadora naranja que le habían regalado en su cumpleaños. ¡Zas! ¡Zas! ¡Zas!. Hizo torres, murallas, puentes levadizos y hasta un tobogán de conchitas.

Pero justo cuando terminaba su torre principal, apareció su primo Juan, el destructor oficial de castillos ajenos.

—¡Oh no, no no! ¡Ni se te ocurra pisarlo, Juan! —gritó Bea mientras le ponía conchas en los zapatos para frenarlo.

Juan, en vez de destruir, se unió. Pero claro, tenía ideas muy locas:

—¡Hagamos un túnel por donde pase un río de limonada!.
—¡Eso no existe! —dijo Bea.
—¿Y si lo imaginamos? —dijo Juan guiñando un ojo.

Y así fue como el río de limonada imaginario se unió al castillo, cuando llegaba una ola, el agua del mar se colaba por dentro del túnel y quedaba super chulo.

Trabajaron toda la tarde: cavaron ríos que serpenteaban como lombrices bailando salsa, hicieron túneles por donde podían pasar hormigas en patinete de agua, y pusieron una bandera hecha con un palito de helado y una hoja de lechuga (porque no había tela, pero sí bocadillo).

Justo cuando estaban terminando el Castillo de los Sueños Pegajosos… apareció una tortuga.

—¡MIRA, BEA! ¡Una caballera medieval con caparazón! —dijo Juan señalando con la pala como si estuviera viendo una leyenda viviente.

La tortuga caminó directo hacia el castillo, dio una vuelta a la torre del helado derretido, se metió por el túnel de las hormigas-patinadoras… ¡y se quedó dormida justo en medio del puente levadizo!.

—Bueno, ahora es la Guardiana Real del Castillo —dijo Bea colocando una almeja a modo de corona sobre el caparazón.

Rieron tanto que la gaviota más vieja les lanzó una sardina para que la pusieran dentro de sus túneles de agua de mar.

Al final del día, la marea vino y se llevó el castillo con suavidad, como quien guarda un secreto en una botella.

—¿Se ha ido nuestro castillo? —preguntó Juan.

—No, solo ha ido a descansar —respondió Bea—. Mañana hacemos uno nuevo… ¡¡pero con dragones de alga y un volcán de espuma!!.

Y así, rieron, corrieron y soñaron todo el camino de regreso a casa.

Y colorín colorado, las cosas más divertidas no son las que duran para siempre, sino las que compartimos con quienes queremos… aunque acaben llenas de arena y limonada imaginaria hasta las orejas.

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