El Guardián de las Emociones

Había una vez, en un valle lleno de flores que parecían caramelos de colores, un pequeño pueblo llamado Yutori. Allí vivían niños y niñas que jugaban desde que salía el sol hasta que la luna bostezaba. Sin embargo, no todo era perfecto: en la colina del norte vivía un dragón muy especial.

No era malo ni lanzaba fuego. Su rareza estaba en que se alimentaba de emociones tristes. Cada vez que alguien sentía miedo, vergüenza, culpa o dudas, el dragón daba un salto y se llevaba ese sentimiento en un gran saco.

El problema era que, cuando el saco se llenaba demasiado, el dragón crecía tanto que sus pisadas hacían temblar las casas del pueblo.

Un día, Lola, una niña curiosa con coletas despeinadas y botas amarillas, decidió que ya era hora de hablar con el dragón.

—¡No podemos vivir con miedo cada vez que dudamos de nosotros mismos! —dijo con valor, aunque por dentro su corazón parecía un tambor del temblor.

Y subió por la colina, con su perro Chispa dando saltitos, y al llegar encontró al dragón con los ojos brillantes como dos faroles. El saco estaba casi a reventar.

—Hola, Dragón —dijo Lola con voz temblorosa—. ¿Por qué te llevas nuestras emociones?.

El dragón suspiró y, en vez de fuego, soltó una nube de brillitos azules.

—No me las llevo para hacer daño… —explicó—. Es que nadie me enseñó qué hacer con mis propias emociones. Cuando veo que alguien está triste o asustado, me las guardo aquí. Pero luego pesan tanto que me pongo torpe y causo problemas.

Lola se rascó la cabeza.

—Entonces… ¡no eres malo! Solo necesitas aprender a soltar lo que sientes.

El dragón bajó la mirada.

—¿Y cómo se hace eso? Yo nunca lo he intentado.

Lola pensó, pensó y pensó… hasta que Chispa ladró y se revolcó en la hierba.

—¡Eso es! —gritó ella—. Cuando algo me pesa, yo juego, río, respiro hondo o cuento mis preocupaciones a alguien de confianza. ¿Por qué no probamos contigo?.

El dragón abrió los ojos de par en par.

—¿Quieres decir que… puedo hablar de lo que siento en vez de guardarlo?.

—¡Exacto! —contestó Lola—. Ven, juguemos un rato.

Y así empezó una tarde inolvidable. Lola le enseñó al dragón a cantar canciones disparatadas como “la tortilla saltarina” y a bailar dando vueltas hasta marearse. Después, inventaron un juego en el que el dragón decía en voz alta algo que lo hacía sentir pequeño, y Lola lo transformaba en un pensamiento de fuerza.

—Me da miedo equivocarme —dijo el dragón.

—Eso significa que quieres hacerlo bien —respondió Lola—, ¡y eso es señal de valentía!.

—A veces me siento muy solo —susurró el dragón.

—Entonces ahora sabes que me tienes a mí y a Chispa. Y cuando tienes amigos, nunca estás solo de verdad.

El dragón sonrió, y de su boca salieron pompas de jabón en lugar de suspiritos tristes.

Mientras más hablaba, más ligero se volvía su saco. Hasta que… ¡pum! El saco se abrió y todas las emociones atrapadas salieron convertidas en mariposas de colores. Volaron sobre el pueblo y pintaron el cielo como si fuera un arcoíris gigante.

La gente de Yutori salió de sus casas, primero asustada, y luego maravillada.

—¡Miren! —gritó un niño—. ¡El dragón ya no da miedo!.

Los vecinos se acercaron, y el dragón, con un poquito de vergüenza, pidió disculpas por los temblores que había causado.

—No quería lastimaros… solo que no sabía qué hacer con todo lo que sentía y guardaba.

Lola levantó la mano y dijo:

—Ahora el dragón ha aprendido que hablar, llorar, reír, y compartir los sentimientos hace que no pesen tanto. Y todos nosotros podemos hacer lo mismo.

El pueblo entero aplaudió. Desde ese día, cada vez que alguien sentía miedo, tristeza o inseguridad, no corría a esconderse, sino que buscaba a su persona favorita o incluso al propio dragón para contarlo y soltarlo para que no les pesara.

El dragón, ya con más paz y contento, se convirtió en el guardián de las emociones. No para guardarlas en un saco, sino para escuchar y acompañar. Y gracias a Lola, todos aprendieron que ser valiente no significa no tener miedo, sino animarse a enfrentarlo.

Así, Yutori se volvió el pueblo más fuerte y alegre de todo el valle, porque sus habitantes comprendieron que compartir lo que llevamos en el corazón es el primer paso para volar ligero.

Y colorín colorado, así descubrimos que las emociones no son cadenas, ni montañas que te condenan. Si lo que sientes aprendes a expresar, serás libre, fuerte y valiente. Y cuando la tristeza te quiera atrapar, recuerda que con amor la puedes soltar. Hablar, reír, compartir y confiar, te hará volar más alto, sin miedo ni demora… ¡y seguro que así brillarás a cada hora!.

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