
Había una vez una escuela llamada Tralarí, donde los niños y niñas eran tan alegres que hasta los lápices reían cuando los usaban. Cada año, al llegar junio, se organizaba el Festival de Fin de Curso, y todos los cursos preparaban su actuación: bailes, canciones, teatros, ¡hasta trucos de magia de calcetines con ojos!.
En la clase de los Elefantes Voladores (así se llamaban los de 1º de primaria), la profesora Pepa Pataslarweison decidió que harían una obra titulada: “La zanahoria que quería ser cantante”.
La protagonista sería una niña muy risueña llamada Chloe, que tenía una voz tan dulce que cuando cantaba los pajaritos dejaban de piar para escucharla.
—¡Ensayaremos todos los días! —anunció la profe—. Y no os preocupéis, ¡yo haré de brócoli bailarín!.
Todo iba bien… más o menos. El día del festival, Lola tenía un disfraz naranja brillante con hojas verdes en la cabeza, y estaba lista para cantar su canción: “Soy una zanahoriaaaa uuuooohhh ooohhhh, no quiero estar nadando en la sopaaa uuuooohhh ooohhhh…”.
Pero justo cuando subió al escenario, ¡BOOM!, se cayó una caja de disfraces sobre ella y apareció con una peluca azul, un tutú rosa y ¡una nariz de payaso que sonaba al apretarla! ¡CUIC CUIC!.
El público se quedó callado.
Chloe miró al público…
El público la miró a ella, pero un buen rato…
Y entonces…
¡El abuelo de Rubén soltó una carcajada tan fuerte que se le cayó la dentadura al suelo!.
Después rieron todos: los niños, los padres, los profesores, los bebés que estaban en carrito… ¡hasta el conserje Don Hilario, que tenía fama de estar más serio que una piedra haciendo un examen de mates, se retorcía de la risa como un pulpo en patinete eléctrico!.
Chloe se quedó quieta un segundo. Miró su disfraz chuchurrío, el tutú mal puesto, la nariz de payaso que hacía CUIC CUIC que se le caía… y sonrió. Se encogió de hombros y, con voz de zanahoria traviesa recién salida del huerto, dijo:
—Bueno, ¡ya que soy una zanahoria payasa, vamos a liarla! ¡Quiero esas palmas bien fuerte, aaaaarriba verduritas!.
Y entonces se puso a cantar con voz chillona, como si fuera una zanahoria de los dibujos animados de la tele:
“En vez de estar en la sopaaaa,
¡yo quiero ir a la fiestaaaa!.
Con zanahorias saltarinas,
¡y lechugas bailarinas!».
Quiero un tomate con guitarra,
¡y una cebolla que no llooooraaa!.
Un calabacín que dé volteretas,
¡y un pepino que cante salsa!”.
Los niños empezaron a aplaudir, los padres se tronchaban de la risa, y la función se transformó en un festival disparatado:
La profe Pepa Pataslarweison, que era el brócoli bailarín, se lanzó a la pista a hacer break dance, girando como una lavadora en modo centrifugado.
La patata poeta recitó:
—“¡Ser patata es genial, pero mejor con sal para el día del carnaval!”.
Y el tomate llorón… ¡se tiró al suelo llorando de la risa, y rodó hasta el final del escenario como si fuera una croqueta con motor a propulsión!.
Fue tan increíble, tan inesperado y tan divertidísimo, que la directora subió al escenario bailando la conga y gritó:
—¡Premio especial a la “Actuación más tronchante del universo entero y de los colegios de alrededores!”.
De regalo, les dieron una sandía gigante, unas gafas de sol, y una chapa que decía:
“Artistas por accidente, pero con mucho arte (Primer clasificado 2025)”.
Y colorín colorado, este show descacharrante ha terminado. Porque a veces, cuando algo sale mal… ¡surgen los momentos más divertidos e inolvidables!. Reírse de uno mismo no solo es un superpoder… ¡es una de las claves secretas de la felicidad!.
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