
Había una vez, en lo alto de una colina con forma de dónut (¡sí, de dónut!), una flor llamada Florinda. Pero no era una flor cualquiera. ¡No, señor y señora!. Florinda hablaba como una locutora de radio, cantaba ópera con los grillos por las noches y, lo más importante… ¡contaba los chistes más tronchantes del jardín entero!.
Pero lo más increíble de Florinda no era su sentido del humor. No, no. Lo más «asombroflorástico» era que jamás, jamás, jamás se le caía un pétalo. ¡Ni siquiera en otoño!. Mientras las otras flores estornudaban —“¡Aaaachús!”— y perdían un pétalo con cada tos, los de Florinda brillaban como lentejuelas en una fiesta disco.
—¡Soy la flor más duradera del jardín! ¡La número uno! ¡La indestructible! —decía Florinda mientras hacía un giro, mientras bailaba con el viento como si estuviera en un videoclip de televisión.
Las estaciones pasaban como en un desfile:
🌸 La primavera venía cantando con sombrero de pajarillos,
☀️ el verano traía gafas de sol y sandía,
🍂 el otoño lanzaba hojas como si fueran confeti,
❄️ y el invierno… ¡llegaba en patinete con bufanda y chocolate caliente con churros!.
Y Florinda seguía igual, ni siquiera crecía un poquito. Ni una hoja menos. Ni un pétalo flojo.
Las margaritas ya dormían, las rosas estaban medio calvas, y los girasoles… bueno, uno llevaba una sola pipa que se había pegado con cinta adhesiva a su cuerpecito para no quedarse sin ninguna.
Hasta que un día, volando como un helicóptero torpe, llegó Tita, la mariquita más chismosa y buena del barrio.
—Florinda, ¿no estás cansada de sujetar esos pétalos día y noche?.
—¿¡Cansada yo!? ¡Jamás! —dijo Florinda mientras se abanicaba con una hoja—. ¿Y si se me cae uno y dejo de ser… especial?.
Tita se encogió de alas, la dejó con sus raros pensamientos, se dio una voltereta elegante y se fue a jugar con las amapolas que hacían yoga cerca del río.
Pero esa noche, cuando el cielo se puso del color de los cuentos, Florinda se quedó callada. Y a la mañana siguiente… ¡sucedió!.
Uno de sus pétalos, el más pequeño, Petalín, empezó a temblar. Era el revoltoso. El que le hacía cosquillas cuando soplaba fuerte el viento y al que le contaba todos sus secretos.
—¡No, Petalín! ¡No me hagas esto ahora! ¡Faltan años para el otoño! —gimoteó Florinda.
Pero Petalín, muy serio, le respondió:
—Florinda, te quiero mucho, pero ya es hora de partir y que florezcas de nuevo. Así que… ¡Voy a ser libre como una pelusa al vientooooo!.
—¿Y si te vas y ya no soy especial?.
—Florinda… ¡Tú no eres especial por tenerme! ¡Eres especial porque haces reír hasta a los cactus! Porque cuando tú hablas y sonríes, hasta las piedras parpadean. Y cuando tú cantas, el cielo se pone de puntillas para escucharte. Estés donde estés seguirás siendo muy especial.
Y sin más, Petalín se soltó con un “¡WIIIII!” y empezó a hacer piruetas, ocho saltos mortales hacia atrás y ¡hasta un triple giro carpado con tirabuzón!. Saludó a las mariposas, abrazó a una nube y desapareció tras un arcoíris que había al final de su montaña favorita repleta de pinos y olivos.
Florinda se quedó quieta. En silencio.
Y entonces… ¡PFFFFFJAJAJA!.
—¡Ahora tengo más espacio para que me hagan cosquillas los rayos del sol! —gritó entre carcajadas.
Rió tanto que los girasoles despertaron y se pusieron rectos de golpe, las abejas dejaron de zumbar y hasta una piedra del arroyo se rió.
Desde ese día, Florinda siguió siendo la reina de los chistes y la flor más feliz dentro de su jardín. Y aunque ya no tenía todos sus pétalos, tenía algo mucho mejor: un fuerte corazón vegetal floreciendo de nuevo.
Y colorín colorado, a veces, dejar ir algo que creemos que nos hace especiales puede darnos más alegría que aferrarnos a ello. Porque lo que de verdad nos hace únicos no es lo que tenemos… ¡sino la huella que dejamos en los demás! 🌟
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