Había una vez un reino llamado Chirimbolandia. Alli pasaban cosas tan raras que hasta las vacas tenían paraguas y los caracoles usaban botas de agua con brillantina. Allí vivía Tito el Topo, un topo chiquitito con bigotes tan largos que podía barrer el suelo sin agacharse.
Pero Tito tenía un problema: odiaba la lluvia.
Cada vez que llovía, Tito salía de su túnel con cara de brócoli enojado y gritaba:
—¡Otra vez agua! ¡Se me mojan las orejas, se me enredan los bigotes y mi casa parece una sopa de topo!.
Sus amigos se reían, menos Lila la Lagartija, que amaba la lluvia más que el chocolate. Cada tormenta la encontraba bailando bajo las gotas y cantando:
—¡Llueve, llueve, que la tierra se mueve!.
—¡Llueve, llueve, que la flor se atreve!.
Un día, Tito ya no aguantó más. Se puso un gorro de ducha, unas gafas de buceo, agarró un paraguas (que se abrió al revés por el viento) y fue a buscar a Doña Nube Gorda, la nube más regordeta del cielo, que parecía un algodón de azúcar gigante.
—¡Doña Nube! —gritó Tito—. ¡Deje de llover ya!.
La nube parpadeó sorprendida.
—¿Dejar de llover? Pero si yo soy nube, ¡ese es mi trabajo!.
—Pues busque otro —refunfuñó Tito—. ¡Mis túneles parecen acuarios y los peces ya me piden alquiler!.
Doña Nube se rió tanto que lanzó un trueno que sonó como una risa de hiena.
—Bueno, bueno —dijo—, si tanto te molesta, no lloveré en Chirimbolandia por un tiempo.
Al principio fue maravilloso. ¡El sol no dejaba de brillar! Los caracoles hicieron una fiesta de “Adiós Paraguas”, las gallinas tomaban el sol en tumbonas, y Tito se sintió el héroe del pueblo.
Pero pronto todo se puso… raro.
Las flores empezaron a marchitarse, las zanahorias se encogieron hasta parecer palillos de dientes, y los charcos donde jugaban las ranas se secaron. Un grupo de ranas se reunió y cantó una canción de protesta:
—¡Queremos charcos, queremos barro, queremos chapotear y ensuciarnos todos!.
Incluso el césped crujía como galleta cuando alguien lo pisaba. Lila fue a buscar a Tito.
—¡Mira lo que has hecho! —le dijo con cara de “lagartija seria”—. Las mariposas están aburridas, las abejas están de vacaciones en la playa y las lombrices se mudaron a otro país. ¡Ni siquiera hay barro para jugar bien al fútbol!.
Tito miró alrededor. No había colores, ni cantos de pájaros, ni olor a tierra mojada. Y entonces entendió: sin lluvia no había vida.
—¡Ay, qué topo tonto fui! —dijo Tito—. Tengo que arreglar esto.
Así que subió la colina más alta de Chirimbolandia. Se resbaló dos veces, rodó una, se llenó de polvo, pero finalmente llegó arriba. Gritó al cielo:
—¡Doña Nube Gorda, vuelva por favor! ¡Prometo no quejarme más! Bueno… no tanto. Bueno… ¡está bien, me quejaré bajito para que nadie me oiga!.
La nube apareció con cara de “te lo dije”.
—¿Seguro? —preguntó.
—Sí —dijo Tito—. Lila me enseñó algo: sin lluvia no hay flores, sin flores no hay alegría, y sin alegría yo me aburro.
Doña Nube sonrió y empezó a llover. Primero cayeron gotas pequeñitas que hacían cosquillas, luego un aguacero tan divertido que los animales salieron a jugar en barcas y piraguas.
Los charcos comenzaron a hablar:
—¡Ey, ranas, vuelvan a saltar en mí! —gritó uno.
—¡Yo soy más grande! ¡Vengan a mí! —decía otro.
Y las ranas hicieron un campeonato de saltos olímpicos.
Las flores despertaron con cara de sueño:
—¡¿Qué hora es?! —preguntó un girasol—. ¡Dormí tres días, no se ni qué día es hoy!.
Las mariposas hicieron una fiesta, y hasta las abejas regresaron cargadas de souvenirs de la playa.
Días después, el jardín de Tito estaba lleno de flores de todos los colores. Los pájaros iban a sacarse selfies, las ranas jugaban en los charcos, y Tito, aunque aún usaba su gorro de ducha, sonreía cada vez que llovía.
—¿Sabes qué, Lila? —dijo un día—. Ahora me gusta un poquito la lluvia… pero solo un poquito.
Lila se rió tanto que casi se le desenrolla la cola.
—Está bien, Tito. No tienes que amarla, solo respetarla y aceptarla tal como es.
Y así, cada vez que llueve en Chirimbolandia, Tito no solo no se queja, sino que canta con Lila y hasta organiza concursos de “chapoteo de charco” para los niños.
Y colorín colorado, a veces las cosas que nos molestan traen algo bueno después. Sin la lluvia nunca hay una flor, sin la tormenta no hay un arcoíris, y sin los problemas no aprenderíamos lo bonito que son los días de colores.
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