El tambor del Orgullo Arcoíris

Había una vez un día tan especial, tan especial, que hasta los semáforos parecían guiñar el ojo de lo contentos que estaban. Se celebraba cada año en muchos lugares del mundo y se llamaba el Día del Orgullo: una fiesta con millones de colores, música por todas partes y gente feliz recordando algo muy importante… que todas las personas merecen respeto, amor y alegría, sean como sean y quieran a quien quieran.

David tenía 9 años, una energía que no se le acababa nunca… ¡ni siquiera después de comerse tres platos de espaguetis y perseguir a su perrita por toda la casa!. Y además tenía un tambor que hacía retumbar las aceras, vibrar las macetas… ¡y saltar a los pájaros de los árboles del susto que se llevaban!. Pero su tambor, no era un tambor cualquiera. No, no, no. Su tambor era más fabuloso que una pizza de tres pisos. Tenía pegatinas de unicornios que guiñaban un ojo, estrellas que brillaban en la oscuridad, rayos de colorines, y una calcomanía gigante en el centro que decía:

“¡RITMO, AMOR Y DIVERSIDAD!”.

Y es que David tenía dos mamás:
Mamá Clara, que cantaba como los ángeles afónicos en la ducha (hasta a veces el gato salía corriendo con cara de “¡ay mis oídos!”),
y mamá Inés, que bailaba salsa con la escoba como si estuviera en una telenovela.
Los tres formaban el mejor equipo del mundo.

—¡David! —le dijo mamá Inés una mañana de julio, mientras se le escapaban las lentejuelas del bolsillo—. ¡Hoy es el gran día! ¡El Desfile del Orgullo de Madrid!.

—¡¡Yujuuuu!! ¡Toca batucada, allá voy, mi segundo año! —gritó David dando un salto mortal sobre su cama… y cayendo de culo sobre su peluche de michicroqueta.

Se puso sus calcetines de colores chillones de la suerte (los que cuando los sacas del cajón parecen gritar “¡fiestaaa!”), su cinta multicolor en la cabeza, y cargó su pequeño gran tambor a la espalda como un auténtico guerrero del ritmo… pero con extra de purpurina en el pelo.

La ciudad estaba a tope y más bonita que nunca: gente bailando, pancartas brillantes, confeti en el aire, y un señor disfrazado de helado con patas. David se reunió con su batucada: niñas, niños y mayores con tambores, maracas, silbatos… ¡y uno que había traído una sartén y una cuchara gigante porque se le olvidó el tambor en casa!.

—¡Preparados para tocar con el corazón! —gritó el director de la batucada, un señor con bigote rosa, peluca de arcoíris y gafas en forma de estrellas que brillaban como una discoteca.

¡PUM, PUM-PA-TA-PUM, PUM-PA!.
David tocaba con tanta alegría que su tambor parecía tener vida propia:

“¡Aquí estamos, somos ruidosos, felices y amorosos!” —parecía decir entre redoble y redoble.

Las familias contentas bailaban como si estuvieran pisando uvas. Los perritos llevaban pañuelos arcoíris y se movían como si también llevaran ritmo en las patitas. Y todo el mundo se saludaba con sonrisas gigantes, abrazos y selfies con gorros de todos los colores y formas.

David vio una niña con un cartel que decía:
“Tengo dos papás y me encanta cómo cocinan los dos (menos cuando hacen sopa de acelgas)”.
Y a un niño con otro cartel que decía:
“Mi tía quiere mucho a su novia. ¡Y yo a las dos porque me dan galletas dobles!”.

—¡Esto es lo mejor del mundo mundial! —decía David tocando sin parar, sudando y rojo como un tomate, pero feliz como una lombriz en una piscina de gelatina de limón.

Después del desfile, se fueron todos a los conciertos de la plaza. Allí se encontró con su pandilla:
Lili, con un tutú brillante que hacía “cling cling” al saltar; Samir, con gafas de sol con forma de fresas (sí, fresas con ojos);
y Noa, que traía una pistola de burbujas que lanzaba corazoncitos y, sin querer, empapó a un policía que acabó bailando igual que ellos.

—¡Vamos a bailar hasta que nos duelan los calcetines y se les acabe la batería a las burbujas! —gritó David.

Y eso hicieron: bailaron, giraron, hicieron la croqueta por el césped, rieron y saltaron como si no existiera la gravedad. ¡Hasta los abuelitos bailaban con bastones de luces de colores sin parar!.

Mamá Inés les sacaba fotos sin parar (incluso cuando alguien le pegó una pegatina de dinosaurio en la frente sin que se diera cuenta), mientras traía granizados de limón (que sabían a alegría y a gloria).

Y todos acabaron abrazados como una gran bola de algodón de azúcar con piernas, agotados de tanto pasarlo bien.

Esa noche, al llegar a casa, David se tiró al sofá como si hubiera corrido cinco maratones seguidos… pero con una sonrisa enorme.

—Hoy ha sido el mejor día del universo intergaláctico —murmuró con voz de osito dormilón.

—¿Y sabes por qué? —le preguntó mamá Inés, tapándolo con una sábana de arcoíris que olía a lavanda y a aventuras.

—Porque he tocado, bailado, comido, reído… y he visto que en el mundo hay millones de formas de querer, como vosotras mamás —dijo David cerrando ya sus ojos.

—Y todas son guays y merecen respeto, ¿a que sí? —añadió mamá Inés dándole un beso en la frente con un guiño y un gran abrazo.

Y colorín colorado, educar en el respeto y la diversidad es el mejor tambor que podemos tocar cada día. Porque todas las familias son diferentes, y todas son especiales. Todos conocemos a alguien que quiere a alguien de su mismo género, y eso es algo tan bonito y natural como el más tierno de los abrazos. Lo importante es querer bien, con alegría, con respeto hacia nosotros y hacia los demás. ¡Y que nunca falte la música, ni los calcetines de colores!.

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