
Había una vez, en un rincón escondido del cielo (justo al lado del aparcamiento de los arcoíris y detrás de la constelación que parece una jirafa bailando salsa), una nube muy especial llamada Nona.
Pero atención, porque Nona no era una nube cualquiera. No le gustaba hacer tormentas, ni ponerse gris, ni mojar a la gente justo cuando se les olvidaba el paraguas. ¡Qué va!. A Nona le gustaba hacer formas ridículas y divertidísimas en el cielo.
Un lunes, era un dragón de algodón con gafas de esquiar. El martes, una tarta de chocolate con piernas bailando claqué. El miércoles, un unicornio que hacía yoga sobre un arcoíris mientras comía espaguetis con tomate. En resumen: Nona era una artista del cielo, ¡pero también una nube bastante traviesa!.
Y lo mejor de todo es que Nona tenía una mejor amiga en la Tierra: una niña con una sonrisa tan brillante que los girasoles se giraban solo para verla. Su nombre era Violeta.
Cada día, al salir del cole, Violeta alzaba la vista y decía:
—¡Nona! ¡Hoy quiero que seas un castillo con el tobogán más grande del país y una pista de patinaje para pingüinos bailarines!.
Y Nona, por supuesto, lo hacía. Y se reían juntas, aunque una estuviera en el cielo y la otra en el parque. Fueron tardes llenas de carcajadas y formas absurdas, pero eran felices con juegos sencillos. Pero un día, el viento —que estaba aburrido de soplar hojas y mover sombreros— se puso juguetón. Tan juguetón, que sopló a Nona tan lejos que acabó sobrevolando un sitio llamado “Isla del Calcetín Perdido”, donde solo vivían flamencos que hacían malabares con una sola pata rodeados de miles de calcetines perdidos de niños de todo el mundo.
—¡Violetaaa! ¡Estoy aquíííí! —gritaba Nona con voz de nube desesperada.
Pero el viento solo respondía con su risa traviesa: —¡Fiu fiuuuu! ¡Te la he jugadooooo y vas hacer lo que yo quiera!.
Mientras tanto, Violeta miraba el cielo con cara de sopa fría: —¿Dónde estás, Nona? ¿Te has olvidado de mí? ¿Me cambiaste por una nube más… fashion?.
Pero no, Nona no se había olvidado. En absoluto. De hecho, cada vez que veía una nube con forma de pato en patinete, pensaba:
“¡A Violeta le encantaría esto, sobre todo si el pato lleva puesta la camiseta del revés!”.
Y cuando llovía en algún lugar, Nona mandaba gotas en forma de corazones, nubes redonditas y alguna que otra gota con cara de aguacate sonriente, por si alguna caía cerca de su amiga supiera que estaba cerca de sus recuerdos.
Pasaron los días, las semanas, los meses… Hasta que el viento —que empezaba a sentirse un poquito culpable porque Nona lloró tanto que casi arma un charco sobre Australia, que parecía ya un nuevo lago que había que poner en los nuevos mapas—, pero esa es otra historia, sigamos… «hasta que el viento… susurró»:
—¿Queréis volver a veros?.
—¡SÍIIII! —gritaron Violeta y Nona, una desde el parque y la otra desde encima de unos canguros que jugaban al escondite.
Así que el viento sopló con fuerza, pero esta vez con cariño. Llevó a Nona flotando, bailando, haciendo piruetas y hasta una voltereta cósmica, hasta el cielo azul justo encima del parque donde estaba jugando Violeta.
—¡Nonaaa! —gritó Violeta, dando un salto tan alto que casi se estrella con una gaviota que estaba pasando por allí.
—¡Violeta! ¡Te han salido hasta rizos en el pelo! ¡Pareces una medusa muy feliz, que alegría verte!.
Y juntas de nuevo, jugaron y rieron tanto, pero tanto, que las demás nubes, que hasta entonces solo sabían hacer figuras para parecerse a ovejas y a tortitas aplastadas, intentaron imitarlas con formas muy divertidas.
Una hizo una jirafa en patinete eléctrico. Otra intentó ser un helado… pero parecía más un brócoli chuchurrido en crisis existencial. Otra, una nube muy vieja trató de hacer una pizza de pepperoni, pero se le mezclaron los ingredientes y acabó pareciendo una tortilla de patatas con antenas.
Y desde entonces, cada vez que mires al cielo y veas una nube con forma rara —como un dinosaurio bailando con el hula hoop o un bigote gigante bailando flamenco—, probablemente sea Nona y Violeta jugando juntas otra vez.
Y colorín colorado, aunque a veces Nona volvía a viajar, Violeta ya sabía algo muy importante: Aunque no veas a alguien que quieres, puedes seguir recordando los momentos felices, porque el cariño no se va con el viento… vive en el corazón… y a veces, aunque los recuerdos vuelen más lejos que las nubes y por muy fuerte que sople el viento… nunca se pierden.
¿Te has quedado con ganas de otro cuento?. Haz clic aquí para leer más cuentos
Síguenos para conocer las últimas publicaciones en Facebook o Instagram