El pollo volador que quería ser murciélago

Había una vez, en una granja muy lejana, un pollo llamado Claudio que no era como los demás. Mientras todos sus amigos gallinas y pollos se pasaban el día picoteando granos y caminando por el suelo, Claudio tenía un sueño muy raro: ¡quería ser murciélago!.

«¿Un murciélago?», pensaban los demás pollos. «¡Pero Claudio, eres un pollo! ¡Tienes alas para volar, no para colgarte cabeza abajo y chocar contra las paredes!».

Pero Claudio no escuchaba. Desde que vio un murciélago por primera vez, volando con sus alas delgadas y haciendo «¡Squeak! ¡Squeak!» por la noche, decidió que esa era la vida que quería. «¡Esos murciélagos son tan geniales!», pensaba. «¡Tienen poderes secretos! ¡Y se pasan todo el día durmiendo colgados en el techo! ¡Yo también quiero ser como ellos!»

Un día, Claudio decidió que ya no podía esperar más. «Voy a hacerlo», pensó. «¡Hoy mismo me convierto en murciélago!»

Y con mucha determinación, se subió al árbol más alto de la granja. Miró alrededor, respiró hondo y, con todas sus fuerzas, ¡voló hacia el cielo! Pero, claro, como era un pollo y no un murciélago, voló en círculos, chocó contra una nube y terminó cayendo directo en el arbusto de la señora Rosa, que estaba tomando su té.

«¡Ay, querido, ¿qué haces aquí?!», exclamó la señora Rosa.

Claudio se levantó, un poco avergonzado, pero no iba a rendirse. «¡Estoy practicando para ser murciélago!», le explicó.

La señora Rosa se rió tanto que casi derramó su té. «¡Un murciélago! ¡Un pollo murciélago! Pero, ¿no te das cuenta de que los murciélagos vuelan de noche y tú te estampaste contra el matorral?».

Claudio, sin desanimarse, pasó la tarde investigando. Le preguntó a las vacas, a los cerdos, e incluso a un grupo de patos, pero todos le decían lo mismo: «¡Claudio, lo tuyo son las plumas, no las alas de murciélago!».

Pero, decidido a lograrlo, Claudio fue a la biblioteca de la granja (sí, en esta granja también había biblioteca) y sacó el libro más grueso sobre murciélagos que encontró. Lo leyó de arriba a abajo, y descubrió que los murciélagos tienen un súper poder: ¡pueden usar su ecolocalización para no chocar con las cosas en la oscuridad!.

Claudio pensó que eso era la clave. Así que, esa noche, cuando la granja se llenó de sombras, Claudio se subió de nuevo al árbol y empezó a hacer ruidos extraños con su pico. «¡Eeiiiechh, eiiiichh! ¡Creaaaaaakhhhh! ¡Creaaaaaaakhhhggrrr!» trató de sonar como un murciélago, pero solo despertó a todos los animales.

Los gatos se pusieron a maullar, las vacas mugieron, el gran perro guardián salió a ladrar, hasta los lobos de la montaña se pusieron a aullar creyendo que había una gran tormenta de ranas. «¡Claudiooooooo! ¡Deja de hacer esos ruidos raros!», le gritaron las gallinas del corral.

Y ahí fue cuando Claudio entendió que, tal vez, no necesitaba ser un murciélago para ser especial. «¡Puedo ser un pollo volador a mi manera!», pensó, contento. No tenía que hacer ruidos raros ni volar como un murciélago. Ya era único con su propio estilo.

Al final, Claudio volvió a ser el pollo que siempre había sido, pero con un toque de diversión extra. Ahora, en lugar de soñar con ser murciélago, pasaba el día haciendo trucos de vuelo, dando piruetas y, por supuesto, volando en círculos como un experto.

Y aunque nunca fue un murciélago, todos los animales de la granja lo querían mucho porque, después de todo, Claudio era el pollo más divertido y valiente de todos.

Y así, en cada amanecer, mientras el sol comenzaba a brillar, se escuchaba un alegre «¡Clauuuuudioooooo!» mientras volaba por el cielo, feliz con su propia y original forma de ser.

Y colorín colorado, este cuento del pollo volador ha terminado.

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