Había una vez un pueblo llamado Risalarga, en él vivía Tito, un niño con el pelo despeinado como si hubiera peleado con un ventilador y con una camiseta que siempre tenía una mancha misteriosa que nunca lograba explicar de dónde había salido. Tito era famoso por inventar travesuras: había puesto gelatina verde en la fuente del parque, llenado de confeti el buzón del cartero y hasta convencido a las gallinas de su abuela de bailar “La Macarena” (no preguntéis cómo).
Un día, explorando un viejo granero, Tito escuchó un ruido extraño. No era un gato, ni un ratón, ni un tractor oxidado. Era un sonido que decía:
—¡JIJIJIJAJAJUJUJIIII!
Tito, curioso como siempre, empujó la puerta y se encontró con… el Monstruo de las Cosquillas.
No era un monstruo aterrador. Tenía barriga redonda como un tambor, brazos larguísimos llenos de plumas, y un sombrero ridículo que parecía hecho con tres sandías y un pepino en el centro. Cada vez que se movía, se tropezaba con sus propios pies gigantescos.
—¡Soy Cosi, el Monstruo de las Cosquillas! —gritó intentando hacer una pose de miedo, pero se resbaló con una cáscara de plátano y cayó de espaldas.
Tito no paraba de reír.
—¡Eres más gracioso que aterrador!
—¡Esa es la idea! —contestó Cosi, mientras un pollo que había caído en su sombrero lo miraba indignado por haberlo despertado de la siesta.
Desde ese día, Tito y Cosi se hicieron mejores amigos. Se escondían detrás de los árboles para asustar a las vacas con “¡BUUUU!” (aunque las vacas solo respondían con un “Muuuu” aburrido mientras movían tranquilamente su cola). También, hacían carreras de triciclos cuesta abajo y sin frenos, donde Cosi siempre perdía porque se atascaba en su propia panza. Y sobre todo, inventaban guerras de cosquillas que terminaban con los dos rodando por el suelo como croquetas de jamón.
Pero claro, no todos veían a Cosi con buenos ojos.
—¡Un monstruo en el pueblo! —gritaban los vecinos.
—Seguro quiere devorarnos —decían los adultos.
Pero la verdad era que Cosi no comía personas. ¡Comía gelatina de fresa! Y se la tragaba tan rápido que parecía una aspiradora viviente, le encantaba.
Un sábado llegó la Gran Fiesta del Pueblo. Había música, payasos, juegos de feria y churros recién hechos. Tito fue con sus amigos. Saltó en los sacos, se llenó la cara de algodón de azúcar y hasta ganó un pato de goma gigante en la tómbola. Estaba siendo un día fantástico, difícil de superar.
Mientras todos reían a carcajadas, Tito notó algo raro. Estaba feliz, sí, pero en medio de tanta diversión pensó:
—Ojalá Cosi estuviera aquí.
Porque aunque sus amigos lo hacían reír, nadie lograba hacerle cosquillas en el alma.
En ese mismo instante, Cosi estaba en el granero, mirando un plato de gelatina sin apetito. Sus plumas no tenían energía ni para hacer cosquillas a una mosca. Suspiró y dijo:
—¿Por qué no me divierto si tengo toda la gelatina que quiero?
Entonces se rascó la cabeza (y se le cayó una sandía del sombrero) y pensó:
—Es que extraño a Tito… ¡aunque seguro ahora se ríe con sus amigos!
Pero al recordarlo, sintió un cosquilleo en el corazón. Se puso de pie y gritó:
—¡Basta! ¡Voy a la fiesta!
Y allá fue. Cosi entró en el pueblo con su sombrero de pepino, tropezó con una cuerda de banderines y terminó cayendo dentro del carrito de los churros. Cuando salió, estaba cubierto de azúcar y con dos churros colgando de la nariz.
—¡UN MONSTRUO! —gritaron los vecinos.
—¡DE AZÚCAR! —gritó un niño.
Todos se quedaron helados… hasta que Cosi estornudó tan fuerte que salió disparado un churro como un cohete y aterrizó en el plato de sopa del alcalde. La plaza entera se partió de risa.
Tito corrió y abrazó a su amigo.
—¡Él es Cosi, mi monstruo de las cosquillas! ¡No hace daño, solo cosquillas, es inofensivo!
Para demostrarlo, Cosi empezó a correr por la plaza repartiendo cosquillas a todos. El carnicero terminó llorando de risa, la panadera rodó por el suelo y hasta el serio maestro de matemáticas soltó tres “JA JA JA” que nadie antes le había escuchado en su vida.
Desde aquel día, nadie volvió a temer al monstruo. Al contrario: en cada fiesta lo invitaban, y Cosi se encargaba de que las carcajadas fueran más largas que los discursos del alcalde.
Y Tito aprendió algo que nunca olvidó: cualquiera puede echar de menos a alguien cuando está aburrido y solo, pero echarlo de menos en medio de una risa… ¡eso es cosa de otro mundo!
Y colorín colorado, los habitantes de Risalarga entendieron que los verdaderos amigos no solo están para acompañarte cuando no tienes nada que hacer, sino que son aquellos a quienes extrañas incluso cuando todo parece perfecto. Porque con ellos, las risas siempre se vuelven inolvidables sea donde sea.
¿Te has quedado con ganas de otro cuento?. Haz clic aquí para leer más cuentos
Síguenos para conocer las últimas publicaciones en Facebook o Instagram














