En el pequeño pueblo de Risalinda, donde hasta los árboles parecían sonreír, vivía Rober, un niño curioso que tenía la habilidad de meterse en los líos más divertidos sin siquiera proponérselo. Rober era famoso por una cosa: siempre quería saber por qué pasaban las cosas.
¿Por qué el cielo es azul?
¿Por qué los grillos cantan?
¿Por qué el helado se derrite tan rápido cuando tienes mucha hambre?
Las preguntas de Rober nunca acababan.
Una mañana muy luminosa, mientras se preparaba para salir a jugar, escuchó un rumor entre los vecinos:
—¡Alguien ha estado esparciendo polvito brillante por todo el pueblo! —susurraba la panadera.
—¡Cada vez que alguien pisa ese polvo, no puede dejar de reírse! —decía entre carcajadas el cartero.
Rober se emocionó. ¡Un misterio! Y además, uno que hacía reír.
Corrió a la plaza para investigar. Allí encontró una pequeña huella brillante sobre un banco. Rober se acercó, la tocó con un dedo y ¡PSSS! Un montón de cosquillas invisibles le subieron por los brazos.
—¡Jajajaja! —se cayó al suelo riendo— ¡Este polvito es poderosísimo!
Justo cuando lograba recuperar el aliento, apareció su mejor amiga, Luna, que siempre llevaba una lupa colgada del cuello “por si algún misterio nuevo se dejaba ver”. Luna lo observó con las manos en la cintura.
—¿Investigando sin mí? —preguntó, haciéndose la ofendida.
—¡Luna, tienes que ver esto! —dijo Rober aún riendo— ¡Hay polvito mágico por todas partes!
Luna se agachó y tomó una muestra con su lupa científica (que en realidad era una lupa normal, pero ella decía que era científica porque sonaba más profesional).
—Mmm… parece polvo… brillante… que causa risa… —dijo mientras se le escapaba una sonrisita— ¡Esto es serio, Rober! ¡Tenemos un caso!
Los dos amigos se miraron muy serios… pero solo por un segundo, porque enseguida empezaron a reír con solo ver la huella brillante.
La primera pista: el sombrero sospechoso
Mientras caminaban por la plaza, encontraron algo extraño en una fuente: un sombrero violeta con estrellitas doradas. Rober lo recogió.
—¿Será del culpable?
Luna lo examinó:
—Es un sombrero de mago… pero no de mago experto, ¡es un sombrero de aprendiz!
Justo entonces, un viento travieso levantó el sombrero y lo hizo volar calle abajo.
—¡Tras él! —gritó Rober.
Corrieron hasta el parque, donde el sombrero se detuvo junto a una ardilla… una ardilla que parecía estar meneando una varita hecha de ramitas.
—Esa ardilla… —susurró Luna— ¿Nos está saludando?
—Creo que sí —dijo Rober muy serio—. Y también creo que tiene más polvito brillante…
La ardilla dio un pequeño brinco, agitó su ramita y ¡PSSSS! Una nube de polvo de risa salió disparada hacia ellos. Rober y Luna se tiraron al piso, riéndose como nunca.
—¡Es una ardilla mágica! —exclamó Luna— ¡Tenemos que seguirla!
La segunda pista: huellas que cambian de forma
La ardilla corrió hasta el bosque cercano, dejando un rastro de huellas brillantes. Pero algo raro sucedía: las huellas cambiaban de forma. A veces parecían huellas de ardilla… luego de gato… luego de patito…
—Esto se pone cada vez más misterioso —dijo Rober.
—¡Y más divertido! —rió Luna mientras intentaba seguir las huellas en zigzag.
Las huellas los condujeron hasta una cabañita muy pequeñita, casi escondida bajo un gran árbol.
En la puerta había un cartel que decía:
“Escuela de Magia para Animales Curiosos – Clase del Profesor Bigotón”
Rober abrió los ojos como platos.
—¿Animales… aprendiendo magia?
—Bueno —respondió Luna— eso explica por qué una ardilla hace que nos revolquemos de risa.
El responsable aparece
Empujaron suavemente la puerta y entraron. En el interior vieron a un gato grande y peludo, con largas cejas blancas y un bigote enorme y suavísimo.
Llevaba una capa dorada, y parecía estar revisando un libro llamado “Hechizos básicos para principiantes con patas”.
—Ejem… —dijo Luna tratando de sonar formal— ¿Es usted el Profesor Bigotón?
El gato levantó la mirada y maulló con dignidad:
—Miaaauu… Sí, jóvenes investigadores. ¿En qué puedo servirles?
Rober dio un paso adelante:
—¡Venimos por el polvito de risa! La ardilla nos atacó con él. Todo el pueblo está lleno.
El profesor Bigotón suspiró.
—Ay, ay, ay… sabía que algo así podría pasar. Estoy entrenando a mis alumnos animales para hacer magia responsable… pero algunos todavía se emocionan demasiado.
La ardilla entró justo entonces, avergonzada, escondiendo su ramita mágica detrás de la cola.
—Chiiip… —gimoteó.
Luna arqueó una ceja.
—¿Entonces fue un accidente?
El gato asintió.
—Sí. Nuestra pequeña aprendiz aprendió el hechizo de “Alegra tu día”, pero todavía no controla la cantidad. En lugar de una nubecita… pues… ¡ha inundado Risalinda!
Rober no sabía si reír o preocuparse.
—La gente no puede dejar de reír, profesor. El cartero se cayó de la bicicleta de tanta risa.
—Y la panadera no ha podido amasar ni un pan, ¡todo se le cae de las manos! —añadió Luna.
El Profesor Bigotón cerró su libro.
—Creo que es hora de arreglar esto.
El hechizo de limpieza risueña
El gato subió a un pequeño podio, movió su cola como si fuera una pluma y murmuró palabras mágicas:
—“Risus finitus… calma y brilla… ¡que el exceso se destile y se vacila!”
Una brisa suave recorrió el bosque y luego el pueblo entero. El polvito se reunió en pequeñas nubes brillantes que flotaron hacia la cabaña.
Rober y Luna miraron maravillados.
—¡Lo está absorbiendo!
—Miaaauu… así es —dijo el gato con una reverencia—. Pero gracias a ustedes, jóvenes detectives, descubrimos el problema a tiempo.
La ardilla se acercó a Rober y Luna, les dio una bellota brillante y emitió un pequeño chip de disculpa.
—Te perdonamos —dijo Luna— pero ¡promete practicar con menos emoción!
La ardilla asintió emocionada.
El profesor Bigotón acompañó a los niños a la salida.
—Recuerden —dijo—: la magia puede ser maravillosa… pero siempre debe usarse con responsabilidad.
Rober y Luna regresaron al pueblo… todavía con alguna que otra risita que se escapaba sin permiso.
—Creo que este es el misterio más divertido que resolveremos —dijo Rober.
—Por ahora… —respondió Luna guiñándole un ojo.
Y colorín colorado, así todos comprendieron que la alegría compartida es hermosa, pero es importante usar nuestras habilidades —mágicas o no— con responsabilidad, pensando siempre en el bienestar nuestro y, por su puesto, en de los demás.
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