El libro polvoriento que estornuda aventuras

Había una vez un niño llamado Mateo, de seis años, con una risa contagiosa, unos pelos alborotados como un erizo y una imaginación más grande que la nevera de su abuela.

Ese fin de semana fue a casa de su abuela Carmen, que vivía en una casa tan antigua que crujía más que las rodillas de un robot oxidado. Olía a bizcocho, a lavanda… ¡y a aventuras escondidas entre los calcetines perdidos sin pareja!.

Una tarde lluviosa, mientras la abuela roncaba feliz en el sofá (haciendo sonidos de camión escacharrado: ¡ñññeeeec-ploc-fiuuuh!), Mateo subió al desván misterioso, siempre había tenido ganas de ver lo qué allí había, pero nunca se había atrevido. Pero ese día, fue el día.

Allí había de todo: cajas llenas de botones, muñecos viejos medio desarmados que parecían pequeños zombis, y un casco de astronauta hecho con una olla vieja. Pero lo más raro fue un libro gordísimo, cubierto de tanto polvo que parecía que llevaba cien años sin ducharse.

Mateo lo sopló tres veces y…
—¡ACHÍS! ¡ACHÍS! ¡ACHÍÍÍÍÍS! —estornudó tan fuerte que una araña con sombrero salió volando y todo.

El libro tenía tapas de cuero, una cerradura dorada y un olor sospechoso a pies de duende, pero cuando lo tocó, la cerradura dijo ¡click-clack!… y entonces… ¡BUM! Todo se llenó de purpurina dorada, verde y azul. ¡Un remolino de letras lo envolvió y le hizo cosquillas hasta en los sobacos!.

De pronto, ya no estaba en el desván. Estaba en un bosque de chucherías, con árboles de regaliz, ardillas que hablaban con acento francés y ríos de batido de fresa que hacían burbujas con forma de corazones.

—¡Bonjour, lector valiente, la que has liado con la purpurina chico, bufffff que pringuerío! —dijo una ardilla con gafas redondas y bigote postizo—. Has abierto El Gran Libro de las Aventuras Chifladas. Tienes cuatro minutos antes de que el libro se cierre como una tapa de retrete. ¡Así que, cooooooorre!.

—¿¡CUATRO MINUTOS?! —dijo Mateo—. ¡Si yo tardo más en ponerme los calcetines!.

—Pues corre, campeón —dijo la ardilla—. Tienes que encontrar la llave mágica en la cima del Volcán de Chocolate Derretido.

Mateo corrió como un hámster con prisas. Montó en un unicornio con patines (que tenía gases y se tiraba pedetes con purpurina cada vez que daba cuatro pasos), atravesó una tormenta de palomitas de colores, de esas que están super ricas, esquivó una lluvia de gominolas explosivas y se topó con una rana profesora que le pidió resolver un enigma:

—¿Qué hace croac, tiene verrugas y lleva gafas?.
—¡Pues tú! —dijo Mateo.
—¡Correcto! —y la rana le lanzó una galleta de premio, que se le pegó en la frente, vaya puntería.

Después, se encontró con un dragón regordete que lanzaba globos de agua mientras bailaba salsa.

—¿Quién osa acercarse a mi guarida globosa?.
—¡Mateo!.
—Vale, si me ganas a un concurso de pedorretas, te doy la llave.

Y ahí estaban los dos: el dragón y Mateo, sacando pecho y mofletes. El dragón hizo un ¡ploffffrrt! con efecto de eco. Pero Mateo… ¡se concentró, apretó, sopló y mientras movía sus mofletes con sus manitas, hizo… ¡¡¡PRRRRRAAAAAAAAAAAAAAAP!!!.
Una pedorreta tan potente que tumbó a tres gnomos que estaban viendo el espectáculo, hasta movió una nube de la risa, y también asustó a una mariposa naranja que pasaba en ese momento por allí.

—¡BUALAAAA, BRAVÍSIMO! —rugió el dragón—. ¡Aquí tienes el globo dorado! La llave está dentro. Pero… ¡cuidado al pincharlo!.

Mateo lo pinchó con un palo de piruleta…
¡PUM! Salió un estallido de purpurina pegajosa dorada, otra vez sí, todo lleno de purpurina. ¿Quién limpiaría todo aquello?. Bueno, sigamos.

—¡Bufff, niño! ¡Has dejado esto como una fiesta de ogros, vaya pringuerío! —gritó la ardilla con gafas que apareció con una pequeña aspiradora sin cables—. ¡Rápido! ¡El libro se está cerrandooooo!.

Mateo cogió la llave, saltó de nuevo al unicornio (que ya llevaba casco, por si acaso se chocaban), y…
¡ZUUUUM! volvió al desván justo a tiempo. El libro se cerró con un gran ¡CLAC!. Mateo estaba sudando, tenía migas de palomitas en el pelo, en las cejas, chicle pegado en el calcetín, en las zapatillas, y también tenía dibujada en la frente una ardilla con una escoba.

En ese momento, subió su abuela con una bandeja de galletas recién hecha:

—¿Qué has hecho aquí arriba cariño? ¡Huele a chicle, fiesta y… ¿Qué te has pintado en la frente?!.

—Nada… solo estaba aquí tranquilo leyendo —respondió Mateo con una sonrisa traviesa.

Desde entonces, cada vez que Mateo quería una aventura chiflada, subía al desván, soplaba el libro…
—¡ACHÍS! ¡ACHÍS! ¡ACHÍÍÍÍS!, tres veces, sino no funcionaba… y todo volvía a empezar para disfrutar de mil y una aventuras geniales.

Y colorín colorado, a veces, los mayores tesoros no están en los juguetes nuevos ni en los sitios lejanos, sino en los libros olvidados y en la imaginación que todos llevamos dentro. Leer puede ser la puerta que nos lleve a mundos mágicos… ¡solo hay que atreverse a abrirla para disfrutar de grandes aventuras!.

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