El libro más divertido del mundo

Había una vez un niño llamado Carlos que tenía una gran biblioteca en su habitación. Sus papás le habían comprado muchos libros: cuentos de dragones, de princesas, de marcianos, de perritos bailarines y hasta de vacas que sabían tocar la trompeta. Pero había un problema: Carlos solo quería leer uno.

Ese libro se llamaba “El Gran Libro de las Cosas Raras”. Era tan viejo que ya tenía las esquinas mordisqueadas (seguramente por un ratón con hambre de letras), pero Carlos lo adoraba. Cada vez que lo abría, encontraba algo distinto, como si las palabras cambiaran solas de lugar por las noches.

Una mañana, Carlos abrió el libro y la primera página decía:

«Hoy descubrirás el secreto del plátano que se ríe.»

—¿El plátano que se ríe? —preguntó Carlos, rascándose la cabeza.

De repente, un plátano amarillo saltó del libro y empezó a reírse a carcajadas:

—¡JA, JA, JA, JA, JA! ¡Cuidado, que soy un plátano cosquilloso!

El plátano rodaba por el suelo, se metía debajo de la cama y no paraba de reír. Carlos intentó agarrarlo, pero cuanto más lo perseguía, más se reía el plátano, y más risa le daba a Carlos. Al final, los dos terminaron tirados en el suelo riéndose como locos.

Cuando Carlos logró cerrar el libro, pensó:
—¡Vaya comienzo! Veamos qué sigue.

En la siguiente página decía:

«Descubre al zapato bailarín.»

Carlos miró sus pies. Y entonces, su zapato izquierdo empezó a moverse solo.

—¡Atención, público! —dijo el zapato con voz de trompeta—. ¡Voy a bailar salsa, merengue y rock and roll!

Y ahí estaba Carlos, con un pie que bailaba solo, arrastrándolo por toda la habitación como si fuera un muñeco. Se golpeó contra la cama, contra el armario y contra la lámpara, hasta que gritó:

—¡Basta, zapato, basta! ¡Ya entendí que sabes bailar mejor que yo!

El zapato dio un último giro espectacular y regresó a su sitio, muy orgulloso.

Carlos volvió a abrir el libro, un poco asustado pero también emocionado.

En la página siguiente se leía:

«Conoce a la vaca que hace bromas.»

Y entonces, una vaca gordita y simpática apareció en su cuarto, con un sombrero de payaso.

—¡Muuuuy buenas tardes! —dijo la vaca—. ¿Quieres escuchar un chiste?

—Sí —respondió Carlos.

—¿Cuál es el animal más antiguo?

—No sé.

—¡La cebra, porque está en blanco y negro! ¡Muuajajaja!

Carlos se dobló de la risa. La vaca siguió contando chistes:

—¿Qué le dice una iguana a su hermana gemela? ¡Iguanita!

Los dos reían tanto que el plátano regresó y se unió a las carcajadas. El zapato también, golpeando el suelo como si fuera un tambor.

—¡Esto parece un circo, que divertido! —pensó Carlos—.

Pero el libro todavía no había terminado. La siguiente página decía:

«Cuidado con el paraguas travieso.»

Apenas lo leyó, un paraguas saltó del armario, se abrió y empezó a volar por la habitación como un helicóptero.

—¡Súbete, Carlos, vamos de paseo!

Carlos se agarró del paraguas, y los dos salieron volando por la ventana. Pasaron por encima de los árboles, de los vecinos que tendían la ropa, y hasta de un perro que los miraba desde abajo con cara de “¿qué está pasando aquí?”.

El paraguas lo dejó caer suavemente en el jardín, y entonces desapareció.

—¡Qué aventura! —dijo Carlos, jadeando.

Pero el libro lo esperaba abierto en el suelo, y brillaba como diciendo: “¡Aún no hemos acabado!”.

La siguiente página decía:

«Conoce al espejo travieso.»

Carlos miró el espejo del baño y vio que su reflejo le sacaba la lengua.

—¡Eh, yo no hice eso! —protestó alucinando.

El reflejo empezó a hacer muecas ridículas: ojos bizcos, lengua afuera, orejas de burro. Carlos no pudo resistir y empezó a copiarlo. Al final, los dos —él y su reflejo— terminaron bailando y riéndose como si fueran gemelos locos.

Cuando regresó a su habitación, la vaca todavía contaba chistes, el plátano rodaba de risa y el zapato seguía bailando. Parecía una gran fiesta.

Carlos suspiró y dijo:

—Este libro es lo mejor del mundo… pero creo que es demasiado divertido. Si sigo leyendo, voy a explotar de la risa.

Así que cerró el libro, lo guardó en su estante y se tiró en la cama, con una sonrisa de oreja a oreja.

Desde ese día, Carlos decidió leer también otros libros, porque pensó:

—Si este libro me hace reír tanto, ¿qué pasará con los demás? Quizás uno me enseñe a cantar, otro a viajar con dragones, y otro a cocinar deliciosos pasteles invisibles.

Y colorín colorado, así Carlos descubrió que cada libro tenía su propia magia, su propia aventura y su propia risa escondida. Los libros son como puertas mágicas: cada uno te lleva a un lugar distinto. Reírse es maravilloso, pero lo mejor es atreverse a descubrir historias nuevas, porque nunca sabes qué sorpresa, chiste o aventura puede estar esperando en la siguiente página.

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