Había una vez, en un pueblo lejano, tres amigos llamados Martina, Tomás y Pedro, que un día decidieron explorar un laberinto mágico del que todos hablaban y que estaba cerca de la montaña. Este laberinto era famoso porque, si llegabas hasta el centro, había un árbol muy alto al que le podías pedir un deseo. ¡Pero solo si te abrazabas a él!.
—¡Vamos a ver si es cierto! —dijo Martina, con su mochila llena de palomitas de caramelo, galletas, magdalenas, sanwichs de jamón york, batidos, zumosssss…… y una brújula que no sabían cómo funcionaba y no les servía para nada, pero era de muy de exploradores.
Entraron al laberinto y, enseguida, se dieron cuenta de que las paredes no eran normales. En lugar de ser de piedra, estaban hechas de… ¡chicle gigante! Cada vez que trataban de avanzar, ¡se quedaban pegados cada dos pasos!.
—¡A mí no me gusta este chicle! —gritó Pedro, tratando de zafarse mientras su zapato se quedaba atrapado.
—¡Calma! —dijo Tomás. —Probemos a caminar de espaldas, ¡a lo mejor así no nos pegamos!.
Y así lo hicieron. Se dieron vuelta y caminaron de espaldas, esquivando el chicle pegajoso. Pero entonces, una de las paredes empezó a moverse… ¡era una pared de gelatina que se movía como si tuviera vida propia!.
—¡No! ¡No quiero comerme esta pared! —exclamó Martina, mientras la gelatina la perseguía como si fuera una perrita traviesa.
Después de un largo rato corriendo y saltando entre las paredes del laberinto, que parecían moverse solas como si tuvieran piernas, Martina, Tomás y Pedro finalmente llegaron al centro del misterioso laberinto. Allí, en medio de un campo de flores que cantaban canciones de rock, encontraron una enorme puerta dorada con un cartel que decía: «Aquí se cumplen los deseos, ¡pero solo si haces reír al árbol!»
—¿Hacer reír al árbol? ¿Un árbol? ¿De qué hablas? —preguntó Tomás, mirando al rededor como si esperara ver a un árbol con cara.
De repente, un árbol gigantesco, con enormes ojos verdes y una gran sonrisa de madera, apareció justo frente a ellos. El árbol les guiñó un ojo y dijo:
—¡Hola, pequeños aventureros! Para que me den tres deseos, tienen que hacerme reír. Pero no vale contar chistes de abuelitas ni de dinosaurios, ¡quiero algo creativo y original!.
Pedro, que siempre tenía una idea loca, se subió encima de un banco y empezó a hacer un baile muy extraño. Se movía como si fuera una mezcla de un robot, una gallina y un flamenco.
—¡Mirar esto! —gritó mientras daba vueltas con los brazos abiertos, casi cayéndose de tanto girar.
El árbol comenzó a temblar. Primero, soltó un pequeño «jijiji» y luego, ¡se echó a reír a carcajadas!. Las ramas del árbol empezaron a moverse de un lado a otro y unas hojas cayeron al suelo, como si estuvieran aplaudiendo.
—¡Eso estuvo genial! —dijo el árbol entre risas. —Ahora, los tres podéis pedir un deseo cada uno, ¡pero cuidado! ¡Que los deseos no sean tan raros como ese loco baile!.
Martina, muy pensativa, se acercó al árbol y dijo:
—Yo quiero un unicornio que sepa cantar y bailar como una estrella de rock.
El árbol chasqueó los dedos y, ¡zas! Apareció un unicornio con gafas de sol y una guitarra eléctrica, ¡listo para dar un concierto en cualquier momento!.
Tomás, que no quería quedarse atrás, gritó:
—¡Yo quiero un sofá gigante que me lleve por todo el mundo sin moverme de casa!.
El árbol volvió a hacer un chasquido con sus ramas, y al instante apareció un sofá enorme con ruedas, que comenzó a dar vueltas por el aire, llevando a Tomás por el laberinto como si fuera un carrito de helados.
Y finalmente, Pedro, que siempre tenía el deseo más raro, sonrió y dijo:
—Yo quiero… ¡un robot que haga mis deberes de matemáticas y, además, me haga granizado de limón!.
El árbol, que ya no podía dejar de reír, chasqueó sus ramas una vez más y apareció un robot con cara de «genio de las matemáticas» y una bandeja con limonada fresquita.
—¡Bueno! ¡Esos son unos deseos bastante… raritos, pero muy divertidos! —dijo el árbol, ahora con una risa contagiosa.
Y así, los tres amigos pasaron el resto del día viajando por el mundo en su sofá volador, escuchando conciertos del unicornio y disfrutando de la compañía de su robot matemático. Y claro, el árbol se quedó feliz, sabiendo que, aunque sus amigos eran un poco raros, ¡habían pasado el mejor día de todos!.
Y colorín colorado, este cuento del laberinto infinito y los divertidos deseos muuuuuyyyy pero que muyyyyy raritos ha terminado.
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