
En un rincón polvoriento de la vieja Ruta 62,2, justo donde el asfalto parecía perderse en el horizonte, había un restaurante único en el mundo: El Jet Diner. No tenía un letrero de neón cualquiera, sino un avión antiguo clavado en el techo, con hélices que giraban cuando hacía calor y luces parpadeantes que parecían gritar:
“¡Aquí la hamburguesa vuela más alto que tú, chaval!”.
Lo mágico del lugar era que la terraza quedaba frente a una pista de aterrizaje escondida en el desierto. Mientras los viajeros mordían hamburguesas gigantes con queso derretido y pan tostado al estilo de los años 50, los aviones colosales aterrizaban tan bajo que el kétchup vibraba dentro de la botella reflejando sus cristales. Los motores rugían, las servilletas salían volando como palomas blancas, y siempre había algún pobre viajero persiguiendo su batido que rodaba cuesta abajo, con la pajilla temblando como si fuera la antena de un extraterrestre asustado.
Aquel sitio parecía un circo sin carpa:
-
Los motociclistas aparcaban sus Harley y hacían carreras con las bandejas de patatas fritas, como si fueran en una pista mini de motocicletas.
-
Las familias sacaban cámaras de fotos enormes, y siempre había alguien que intentaba capturar el momento justo en que un avión parecía a punto de morder la hamburguesa de su primo.
-
Y los pilotos, todavía con casco y gafas, se bajaban del avión directo al mostrador, pedían un combo extra grande, y regresaban corriendo a despegar, con el bigote aún manchado de salsa BBQ.
El dueño del local era el Capitán Joe, un ex piloto con un gran mostacho torcido y chaqueta de cuero llena de parches. Caminaba como si siempre hubiera turbulencias bajo sus pies, y aseguraba que las papas fritas de su restaurante estaban diseñadas para resistir tormentas, huracanes y aterrizajes forzosos: eran indestructibles, crujientes y sabrosísimas.
Una vez, en plena cena, un jumbo pasó tan bajo que el viento levantó todas las hamburguesas del aire como si fueran ovnis carnívoros. La gente estiraba las manos para atraparlas de nuevo, mientras un perrito caliente salió disparado y se clavó en la antena de un coche, ondeando como si fuera la bandera de la victoria.
Otra noche, en medio de aquel jaleo, un niño viajero levantó la mano como si estuviera en clase y preguntó con cara muy seria:
—Capitán Joe, ¿no da miedo comer tan cerca de los aviones?.
El viejo se ajustó las enormes gafas de aviador, se limpió la mostaza que siempre parecía vivir en su bigote y respondió:
—¡Miedo ninguno, chico! Aquí lo único realmente peligroso es pedir una hamburguesa triple con la salsa especial de la abuela Joe sin ponerse cinturón de seguridad.
Todos se quedaron en silencio, y él añadió:
—Porque la abuela no cocinaba con tomate… ¡cocinaba con litros de chili rojo! Su salsa ardía tanto que los clientes tenían que abanicar la lengua con la servilleta ¡durante tres horas!, y una vez, un camión de bomberos aparcó en la puerta solo para apagar un eructo del viejo Thomas, el pobre ya nunca volvió a ser igual, porque se le quedó la punta de la nariz y las orejas rojas para siempre jamás.
La carcajada fue general. Justo en ese instante, un avión enorme pasó rugiendo tan bajo que levantó una nube de polvo gigante. El letrero luminoso del restaurante, que decía “Jet Diner”, empezó a parpadear y se cambió solo a: “¡Te rindes!”. La gente aplaudió como si fuera parte del espectáculo, y un turista juró haber visto al avión guiñar un ala como diciendo “buen provecho”.
Y por si fuera poco, en medio de los aplausos, ¡la famosa salsa de la abuela explotó en un tarro olvidado sobre la barra! La tapa salió volando como cohete, atravesó la terraza y terminó cayendo en el sombrero de un vaquero, que gritó:
—¡Rayos y papas fritas! ¡Ahora mi sombrero echa fuego como un dragón!.
La risa fue tan grande que los clientes casi olvidan que estaban comiendo en el único lugar del mundo donde había que sujetar la hamburguesa con las dos manos y con mucha, pero mucha valentía, y a veces había que ponerse hasta casco, por si acaso.
Dicen que, algunas noches de luna llena, aquel lugar se volvía mágico y los aviones no eran de metal ni de hélices… sino grandes aves de fuego y nubes que descendían a la pista dejando chispas en el aire. Nadie se asustaba: de hecho, los clientes seguían comiendo, como si fuera normal ver un Boeing convertido en dragón pidiéndose un gran batido de chocolate, nata y más sirope de chocolate para calmar el calor de su aliento, aunque eso tan empalagoso poco iba a calmarle el calor… pero era su favorito.
Otras veces, cuando el viento soplaba fuerte desde el desierto, las hamburguesas del Jet Diner crecían y crecían hasta alcanzar el tamaño de un neumático. Los comensales se subían encima, montándolas como si fueran motos voladoras, y recorrían el aparcamiento entre carcajadas, dejando una estela de pepinillos por todo el suelo.
Y había rumores, entre los camioneros nocturnos, de que en el Jet Diner no solo se aterrizaba desde el cielo: también llegaban visitantes desde el espacio. Un grupo de marcianitos verdes, con antenas que parecían pajillas de batido, solían aparecer cada cierto tiempo, sobre todo cuando había promociones de 2×1 en hamburguesas. Pedían su famosa “galactic burger con papas cósmicas”, y siempre dejaban propina en forma de polvo de estrellas. El problema era que ese polvo hacía brillar los batidos como lámparas de neón, pero no servía para nada más… excepto para que los clientes que se lo bebían: sus bigotes brillaban incluso en la oscuridad.
Algunos decían que una vez los marcianitos intentaron pagar con la Luna, pero el Capitán Joe les contestó:
—Lo siento, muchachos, ¡aquí solo aceptamos dólares, euros, pesetas o pepinillos en vinagre!.
Y los marcianitos rieron tanto que sus cascos se les empañaron por dentro.
Desde entonces, nadie volvió a sorprenderse de nada de lo que ocurría en el Jet Diner: si aterrizaba un avión, un dragón, un marciano o incluso una hamburguesa gigante con ruedas, todos lo recibían igual, con palmas y risas. Porque en aquel lugar, lo imposible formaba parte del menú.
Y colorín colorado, la vida —igual que el Jet Diner— mezcla lo real con lo increíble: si aprendes a aceptar lo inesperado y a reírte cuando vuelan las servilletas por los aires, descubrirás que los mejores momentos no vienen con instrucciones, sino con sabor a aventuras, papas fritas… ¡y un poquito de mostaza en la punta de la… nariz!.
¿Te has quedado con ganas de otro cuento?. Haz clic aquí para leer más cuentos
Síguenos para conocer las últimas publicaciones en Facebook o Instagram