El jardín de mariposas del tigre Pelucho

Había una vez un tigre llamado Pelucho que vivía en la Sabana Feliz. Era un tigre muy particular: en vez de rugir fuerte, hacía un “¡MIAU!” tan pequeñito que hasta las hormigas se reían. Pero Pelucho tenía un gran problema…

—¡Quiero mariposas! —rugió (o mejor dicho, maulló).
Pelucho estaba enamorado de las mariposas. Le fascinaba verlas volar con sus alas de colores, pero había un pequeño detalle: todas lo evitaban.

Cada mañana, Pelucho se despertaba temprano, se ponía su pañuelo de cuadritos (porque era un tigre muy elegante) y salía corriendo detrás de las mariposas.
—¡Esperen! ¡Vengan a jugar conmigo! —gritaba.

Pero las mariposas solo volaban más rápido, como si jugaran al escondite. Y siempre ganaban.

Un día, exhausto de tanto correr, Pelucho se desplomó sobre la hierba.
—Esto no es justo —refunfuñó—. ¿Por qué se van siempre? ¿Será mi aliento?

Justo entonces, apareció su amiga, la tortuga Sabina, que era tan sabia como lenta.
—Pelucho, ¿por qué corres detrás de ellas? —preguntó con voz tranquila.

—Porque quiero que estén conmigo. Pero mientras más corro, más huyen.

Sabina se rascó la cabeza con una ramita y dijo:
—Tal vez el problema no es que corras despacio, sino que corres.

—¿Eh? —Pelucho ladeó la cabeza.

—¿Has probado a… no correr? —preguntó la tortuga.

Pelucho abrió los ojos como platos.
—¿NO correr? ¿Y entonces cómo las atrapo? ¿Les mando una carta? ¿Les hago un dibujo? ¿Les canto un rap?

Sabina rió tan fuerte que se le movió el caparazón.
—No las atrapes. Haz que ellas quieran estar contigo.

Pelucho se quedó pensando.
—¿Y cómo hago eso?

—Cuida este lugar, hazlo bonito, y verás qué pasa —dijo Sabina antes de irse a tomar su siesta de siete horas.

Pelucho miró alrededor. La sabana estaba algo desordenada: los arbustos parecían peinados por un hipopótamo, había piedras en el agua y la hierba estaba triste.

Así que decidió probar.

Primero, Pelucho empezó por quitar las piedras del arroyo. Fue difícil porque una se parecía a un pepino gigante y otra tenía forma de pastel de cumpleaños, y tenían tan buena pinta que él casi se las come, pero era mejor no romperse esos bonitos colmillos, por si acaso. Después, regó las flores, les cantó canciones divertidas para que crecieran rápido y hasta les hizo peinados de moño alto.

Como le gustaba el arte, pintó un cartel que decía:
Bienvenidas, mariposas. Aquí hay fiesta, sin trampa ni cartón.

Poco a poco, el lugar se fue llenando de colores. Las flores comenzaron a abrirse, el arroyo sonaba como música de xilófono, y hasta las hormigas organizaron un desfile para celebrarlo.

Al día siguiente, Pelucho se sentó en el centro del jardín.
—Ahora sí, podéis venir… —susurró.

Y para su sorpresa, ¡las mariposas llegaron!.
Una, dos, tres… cien mariposas revoloteaban a su alrededor. Algunas se posaron en su melena, otras en su nariz, y hasta hubo una que se quedó sentada en su cola como si fuera una silla para sentarse.

Pelucho no podía creerlo.
—¡Funciona! ¡No tuve que correr ni un poquito!.

Pronto, otros animales empezaron a visitar el jardín. El mono Tito hacía malabares con cocos, la cebra Bea tocaba la flauta, y el avestruz Pipote corría en círculos solo por diversión (porque él sí era bueno corriendo). El lugar se convirtió en el sitio más divertido de toda la sabana.

Una tarde, mientras veía a las mariposas bailar sobre las flores, Pelucho sonrió.
—Sabina tenía razón. No tenía que correr detrás de lo que quería. Solo tenía que crear un lugar donde todos quisieran estar.

Sabina apareció caminando muy despacio (como siempre).
—¿Lo ves? —dijo con una sonrisa—. A veces no hay que atrapar la alegría, solo hacer hueco y dejarle un lugar.

Pelucho se rió y rodó por la hierba.
—¡Y pensar que de casi les mandó cartas por avión para que las leyeran mientras volaban!

Todos los animales rieron tanto que incluso las mariposas parecían reír revoloteando en círculos a su alrededor.

Desde ese día, Pelucho no volvió a perseguir nada. Solo cuidaba su jardín, inventaba juegos nuevos y recibía a todo el que quisiera visitarlo.

Y colorín colorado, así Pelucho entendió que la felicidad no se caza, se cultiva: como un jardín que, cuando se cuida con amor, se llena de vida y colores a mogollón. Si quieres que las cosas hermosas lleguen a tu vida, no las persigas. Cuida lo que tienes, cultiva la alegría y la bondad, y verás cómo lo que sueñas viene hacia ti por sí solo.

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