El helado rebelde que no quería ser postre

En el pueblo de Sonrisópolis, donde los árboles daban chicles de fresa y los semáforos decían «¡Ahora, dale, campeón!» en lugar de ponerse en «verde», vivía un niño llamado Simón, un fanático profesional de los helados de todos los sabores, colores y formas, todos los probaba.

Simón los amaba más que a una cama elástica, más que a su hámster, y más que a su colección de monedas o de calcetines con caras divertidas.

Su favorito era el helado de chispas mágicas de chocolate con risas de unicornio, que vendía el señor Gelato en la plaza, un tipo que llevaba una peluca de nata y tenía un bigote azul en forma de espiral.

Pero aquel caluroso martes raruno, Simón fue a comprar su cucurucho triple saltarín…, pero de pronto… ¡El helado salió corriendo!.

—¡RAAAAAWR! —rugió el cucurucho con ojos de chocolate, cuernos de barquillo y una lengua que parecía una serpiente de gominola.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lili, su amiga con gafas de buceo que siempre las llevaba puestas en el cocorote «por si acaso había alguna piscina secreta en el suelo de camino al parque».

—¡Un helado rugiente con patas de gelatina y mucha purpurina! —gritó Martina, la otra amiga de Simón, que no podía estar callada más de cinco segundos sin soltar un chiste.
—¿Sabéis por qué los helados no estudian matemáticas?.
—¡Porque se derriten con los problemas! ¡JAJAJA!.

El helado, en vez de enfadarse, se rió tanto que se le cayeron sus chispas de colores mágicas al suelo.

—¡No me hagáis reír, que se me chorrea más el sirope de fresa que llevo por encima! —chilló mientras corría como una croqueta rodando por el suelo de la plaza.

Simón, Lili y Martina salieron tras él. Lili iba en su patinete. Martina corría haciendo zancadas de cangrejo, dos para adelante y una para atrás. Simón llevaba un cucharón gigante como si fuera un espadachín preparado para cualquier lucha de helados.

De repente, ¡el helado se subió a una bicicleta!.
—¡Adiós, terrícolas! ¡Voy a fundar Heladonia, la ciudad de los helados vivos y libres!. ¡¡Y pondré 1.952 aparatos de aire acondicionado… a por la libertad sin derretirse!!.

—¡¿Pero tú sabes ir en bici?! —gritó Simón.

—¡Noooo! —gritó el helado justo antes de chocar con una fuente que lanzaba pececitos de color naranja de vez en cuando.

El helado salió volando y aterrizó… ¡en la cabeza del alcalde!.

—¡Tengo una bola rugiente en la calva, quién ha tirado esto desde su balcón! —gritó el alcalde.

El helado suspiró.

—No quería causar lío… solo quería ver el mundo antes de que me comieran. ¡Nadie pregunta nunca cómo nos sentimos los helados!. ¡Siempre “ñam ñam” o espachurrados en el suelo y ya está, fin!.

Simón, Lili y Martina se miraron. Entonces Martina dijo:

—¿Y si no te comemos? ¿Y si te llevamos de gira? ¡Eres el primer helado cantante y rugidor del mundo, podrías ser una estrella del pop o del rock seguro!.

—¡Podemos ponerte en una nevera con ruedas y luces de discoteca! —añadió Lili.

—¡Y te consigo un canal de YouTube! —dijo Simón.
—Se va a llamar: “¡Cucurucho y sus aventuras derretidas!”.

El helado se emocionó tanto que empezó a cantar bachata. Sí, bachata. Y bailaba también, aunque se resbalaba con su propia crema y en vez de bachata, ahora bailaba «salsa».

Desde entonces, se convirtió en una estrella mundial. Dio conciertos, salió en la tele y hasta lo invitaron a bailar con un pingüino en la Antártida, y ese fue el conciertazo del año en todo el mundo.

Cada vez que alguien en Sonrisópolis iba a por un helado, preguntaba:

—¿Este habla? ¿Este canta? ¿Este… baila?.

Y el señor Gelato respondía:

—¡Solo si le haces reír primero… puede que le salga su magia!.

Y colorín colorado, a veces lo que más necesita alguien no es que lo atrapen o lo cambien, sino que lo escuchen un ratito, lo comprendan… y sobre todo… ¡que le dejen bailar bachata! 💃🍦🕺

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