El gran terremoto travieso de Trambolín

Había una vez, en el pueblo de Trambolín, un gallo llamado Don Plumas que cantaba todas las mañanas a las 6:00 en punto… excepto los domingos, porque era su “día libre”. Una mañana cualquiera, mientras todos dormían, el suelo comenzó a temblar.

Pero no era un temblor normal.
No, no, no.
Era un terremoto muy especial.
¡Parecía que la tierra estaba bailando salsa!.

Las casas se movían al ritmo:
—¡Bum-chaka-bum! ¡Bum-chaka-bum! —y los tejados se sacudían como si fueran caderas en una fiesta.

Doña Gertrudis, la vecina más gruñona del pueblo, salió corriendo en bata de dormir y gritó:
—¡Señor terremoto, deje de bailar, que me mareo!.

Pero el terremoto no paró.
¡Al contrario! Se puso más divertido. Hasta los peluches de las casas salieron a la calle a bailar con tanto meneo.

La escuela empezó a girar sobre sí misma como un torbellino.
El panadero, Don Pancracio, salió con la masa pegada en la cara, parecía un fantasma de harina, y gritaba:
—¡Se me escaparon los bollitos, están vivos!.

Y sí… ¡cientos de bollitos rellenos de chocolate empezaron a rodar por todo el pueblo!.
Un perro trató de atraparlos, pero en lugar de eso terminó con una rosquilla en el hocico.
El gato del vecino, asustado, se subió a una rama, cada uno buscaba cómo ponerse a salvo.

Mientras tanto, el terremoto parecía cada vez más feliz.
Las calles se ondulaban como serpientes y todos los niños gritaban:
—¡Wiiiii, parece un parque de atracciones!.

Mateo, el más travieso del pueblo, decidió que si el suelo se movía, él también podía bailar.
Se puso en el centro de la plaza y comenzó a hacer pasos de robot, de breakdance, hasta que todos los niños se le unieron.
¡Pronto todo el pueblo estaba bailando con los ajetreos del terremoto!.

El cura, que iba a dar misa, empezó a dar brincos con cada sacudida y gritó:
—¡Aleluya, esto es ritmo divino!.

El terremoto estaba tan feliz que hizo algo nunca visto: ¡empezó a reírse!.
Sí, lo juro. La tierra sonaba como un gigante haciendo “ja-ja-ja-ja” bajo el suelo.

Entonces, el alcalde tuvo una gran idea.
—¡Si hacemos una fiesta, quizá el terremoto se calme!.

Así que corrieron a traer instrumentos:

Don Pancracio tocó la sartén.

Doña Gertrudis golpeaba su escoba contra el cubo de la fregona como si fuese un tambor.

El perro del herrero ladraba al compás.

Y el terremoto… ¡bailaba aún más!.
Pero esta vez bailaba suave, como una bachata lenta.
El pueblo entero se convirtió en una pista de baile.

De repente, del centro de la plaza salió una voz grave:
—¡Gracias por la fiesta! Llevaba siglos queriendo moverme un poco, pero siempre me tenían miedo cada vez que lo hacía.

Todos se quedaron mudos.
¿Quién hablaba?.

Era el terremoto. ¡El mismísimo terremoto!.
—No quiero haceros daño —dijo—, pero a veces necesito estirarme un poco, como cuando vosotros os desperezáis.
Lo que pasa es que nunca nadie bailaba conmigo… hasta hoy.

Mateo levantó la mano:
—Pues si cada vez que quieras moverte nos avisas, te armamos una fiesta, así lo haces suavecito y sin peligro.

El terremoto pareció pensarlo.
—¿De verdad?.

—¡Sí! —gritaron todos—.
Pero por favor, que no se caigan las lámparas ni las casas.

El terremoto prometió que, la próxima vez que sintiera ganas de moverse, solo haría un bailoteo suavecito para que el pueblo pudiera unirse.

Desde ese día, en Trambolín, cuando hay un temblorcito, nadie se asusta. Sacan tambores, guitarras, cazuelas y cucharas, y hacen la gran Fiesta del Terremoto Bailarín. Dicen que es el único pueblo del mundo donde los temblores terminan con música y pasteles, que ahora están encima de las mesas, ya no salen rodando por las calles.

Pero lo más divertido fue que el terremoto empezó a enviar señales cuando tenía ganas de bailar.
Primero hacía un pequeño “tic-tic-tic” en el suelo, como quien toca la puerta, y todos sabían que era hora de preparar la plaza.
Hasta inventaron un grito especial:
—¡Baila, tierra, baila ya, que yo también tengo ganas de… bailar!.

Los niños comenzaron a entrenarse para el gran baile, inventando coreografías con saltos, giros y hasta pasos de cangrejo de break dance.
La abuela Tomasa enseñaba sus pasos de danza tradicional, el cartero mostraba cómo zapatear o hacer claqué para los más atrevidos, y el alcalde intentaba… bueno, él solo se caía porque no tenía ritmo ninguno, pero hacía reír a todos.

Un día, llegó un turista de otro pueblo.
Al ver que todos bailaban mientras el suelo se movía, pensó que estaban locos.
Pero cuando se unió a la danza, dijo:
—¡Esto es mucho mejor que gritar y correr!.

Incluso los animales participaron.
Las vacas movían la cola al compás, los patos hacían “cuac-cuac-cuac” como maracas, y las gallinas de Don Plumas batían las alas como abanicos en una bonita danza hipnótica. Parecía un carnaval de plumas, patas y bigotes.

Y lo mejor de todo fue que, gracias a tanto baile, el pueblo se volvió más unido que nunca.
Vecinos que antes ni se saludaban, ahora se reían juntos, compartían bollitos y bailaban de la mano.
Hasta Doña Gertrudis, que era muy seria, aprendió a sonreír… ¡aunque solo los martes!.

Y así, con cada temblor, el pueblo inventaba un nuevo paso de baile.
Pronto tenían un “paso terremoto”, un “giro sismito” y hasta una “voltereta Richter”.
¡La fama de Trambolín creció tanto que empezaron a visitarlos periodistas, músicos y bailarines de todo el mundo!.

Cuentan que una vez, incluso el mismísimo terremoto organizó un concurso de baile subterráneo.
El premio fue una piedra gigante en forma de corazón, que hoy adorna la plaza central como símbolo de que hasta la tierra puede amar a quienes no le tienen miedo.

Y colorín colorado, a veces las cosas que no dependen de nosotros y nos asustan pueden enseñarnos algo bueno si las enfrentamos con valentía, humor y trabajo en equipo, aunque siempre llevando mucha precaución. Pues con alegría y un poquito de cooperación, hasta la tierra puede aprender a bailar suavecito.

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