Había una vez un niño llamado Tomás, que vivía en un pequeño pueblo cubierto de nieve, donde todo parecía un cuento de Navidad… menos cuando Tomás estaba cerca. Era diciembre, y ya faltaban solo tres días para Navidad. Tomás estaba tan emocionado que no podía esperar para abrir los regalos, comer turrón y, sobre todo, ¡ver el gran árbol de Navidad que su mamá había decorado en el salón con más luces que un estadio de fútbol!.
Una mañana, mientras Tomás desayunaba cereales con leche (y lanzaba trozos a su gato «Pelusa» como si fuera una competición de tiro al blanco), su mamá le dijo con cara de preocupación:
—Tomás, necesito que vayas a la tienda de abajo a comprar una caja de bombones para las visitas que vendrán estos días. Pero… ¡tienes que hacerlo con mucho cuidado!.
—¡Claro, mamá! —respondió Tomás con una sonrisa tan grande que casi se le sale la leche por los ojos. Pensaba que lo más difícil de esa misión sería no comerse los bombones antes de llegar a casa.
Tomás salió corriendo, y mientras caminaba hacia la tienda, pensaba en lo que haría en los próximos días. El aire fresco le picaba la nariz, las campanas sonaban de fondo, y el viento le volaba los pantalones como si fueran una bandera, mientras la calle olía a castañas asadas. ¡Era tan Navidad que hasta las estrellas parecían brillantes!.
De repente, cuando Tomás pasó por la tienda, algo le llamó la atención. ¡Una caja de bombones gigante, más grande que él!. ¡Era como un regalo para Tomás… pero sin envoltorio!. Decidió llevársela, aunque su cabeza empezó a llenarse de dudas. ¿Serían esos los bombones que mamá quería?. Claro, pensó. ¿Por qué no?. ¡Así tendría una excusa perfecta para comer uno o dos… o mil!. Total, mamá no se daría cuenta, ¿verdad?.
Al regresar a casa, Tomás intentó entrar sin hacer mucho ruido, como un ninja, pero el viento soplaba tan fuerte que su gorro salió disparado y aterrizó directo en el tazón de sopa de su papá. ¡Menuda pillada para hacerlo todo modo silencioso sin ser descubierto!. Pero lo peor estaba por llegar…
Tomás, decidido a salvar el día, entró corriendo al salón, pero… ¡puuuuuf!. Tropezó con el borde de la alfombra y su pie dio directo al árbol de Navidad. ¡El árbol comenzó a tambalear, como si estuviera bailando un tango!. Tomás, con los ojos como platos, corrió a sostenerlo, pero justo en ese momento, su gato “Pelusa” saltó sobre la mesa, asustado por el ruido. ¡Y el gato empujó la caja gigante de bombones sobre el árbol!. ¡Ohhhh noooo, esto era peor que un desastre de una película de miedo!.
El árbol tembló tanto que algunas ramas se cayeron, y las luces comenzaron a parpadear como si estuvieran bailando una danza de locos. ¡Y luego, un gran “BAAAAANG!”!. Las luces explotaron, y el árbol quedó más apagado que el teléfono de su padre después de un largo día de trabajo.
Tomás, sin perder la compostura, dijo:
—¡No pasa nada!. ¡Lo tengo todo bajo control, arreglaré este desastre!.
Y comenzó a arreglar el árbol. Juntó las ramas caídas con celo, mientras se quedaban dobladas o se volvían a caer, trató de pegar las luces rotas con cinta adhesiva (porque todos sabemos que la cinta adhesiva lo soluciona todo, ¿verdad?), y pintó las bombillas fundidas con rotuladores de colores, como si fueran adornos artesanales navideños comprados en un puesto de un mercadillo medieval. Mientras tanto, Pelusa, que era como la estrella invitada de la Navidad, se metió dentro de la caja gigante de bombones y empezó a comérselos todos, pero con tanta emoción que hasta se le hinchó la barriga, que parecía hasta un reno de los que llevan el trineo de Papá Noel.
Justo cuando Tomás estaba orgulloso de su obra maestra, ¡la mamá apareció!. Al ver el desastre que allí había con Tomás sentado en el suelo con una rama del árbol en la cabeza, y Pelusa enredado con las luces y con cara de haber comido todo un buffet de bombones, no pudo evitar soltar una carcajada.
—Tomás, ¿qué hiciste con el árbol?.
Tomás, con cara de niño travieso, sonrió como si hubiera inventado un nuevo deporte:
—¡Lo decoré con un toque de magia y con un estilo muy… artesanal, así de autor, yo soy el autor y me falta ponerle mi firma!. Y Pelusa es el primer ayudante oficial de Navidad… ¡está engordando para ser el reno Rudolph, míralo cómo se está poniendo de redondito!.
La mamá, entre risas y cara de «no me lo puedo creer», abrazó a Tomás y le dijo:
—Pues si esto es lo que pasa tres días antes de Navidad, no quiero ni pensar en la Nochebuena. Pero por ahora, ¿quieres ayudarme a reconstruir el árbol… y sacar a Pelusa de la caja de bombones antes de que explote de tanta felicidad?.
Tomás y su mamá, entre carcajadas, arreglaron el árbol, que al final quedó… reconstruido muy artesanalmente y original, pero con tanto cariño que parecía salido de una tienda de arte moderno de Nueva York.
Y aunque todo estaba un poco desastroso, Tomás sabía que, con su gran corazón y su sentido del humor, la Navidad sería más especial que nunca, pese a cualquier catástrofe que pudiera suceder.
Y colorín colorado, aunque las cosas se tuerzan, ¡siempre hay que buscar el lado bueno de las cosas y la solución adecuada!.
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