El día que Pepote ya no supo qué decir

Había una vez un niño llamado Pepote que siempre sabía qué decir. Era como un diccionario viviente… ¡pero más rápido, y a veces con chistes incluidos!.

Si su perro Pancho le robaba la merienda, él decía:
—¡Eh, Pancho, devuélveme ese bocadillo antes de que sepa a sopa de babitas y pelos de perro!.

Si su amiga Berta le pintaba un bigote con rotulador, él reía:
—¡Vaya, ahora parezco el tío de un gato que trabaja en un circo!.

Sí, Pepote tenía respuesta para todo. Hasta que… apareció Ramón el Repelente.
No era malo-malo, pero sí rarísimo. Raro como un helado de sardinas, pues así de raro y malo.

Primero, le escondió un zapato en la nevera. Después, le cambió la leche del desayuno por zumo de pepinillo (que olía como si las verduras se hubieran enfadado). Y, por si fuera poco, le metió en la mochila… ¡una rana viva!.
—¡Croac! —dijo la rana como si aquello fuera un cómodo spa relajante.

Pepote aguantó y aguantó…
Era como si tuviera un jarrón dentro del corazón, y cada cosa que Ramón le hacía fuese un golpecito con martillo: toc… toc… toc…

Hasta que un día, en el recreo, Ramón apareció con un embudo en la cabeza y gritó:
—¡¡Soy el Rey de las Patatas!!.
Y le lanzó puré por toda su camiseta nueva. Así, era la manera en la que se calmaba y tranquilizaba Ramón, molestando y sin pensar el daño que hacía a los demás. Pero de pronto, ¡CRASH!… El jarrón imaginario de Pepote se rompió en mil pedazos, y algunos fueron a parar a Cuenca, y ya no se podían pegar ni con superglú 3830 plus.

Ramón se acercó para hablarle… y Pepote…
No dijo nada.
Nada de nada.
Ni “ay”, ni “oh”, ni “plop” ni “blop” ni “achísssss”.
Se quedó tan callado que hasta un gorrión que pasaba por allí paró de cantar para ver qué pasaba.
Las hormigas del patio se miraron diciendo:
—¿Tú oyes eso?
—Nada, hermana, es silencio puro.

Ramón esperó… y esperó… y como Pepote no hablaba, se fue rascándose la cabeza.

Esa tarde, Pepote pensó:
—A veces, cuando alguien te hace demasiadas cosas feas, no queda nada que decir… pero sí queda algo que hacer.

Al día siguiente, no buscó a Ramón, no le gritó, no le hizo ni un pastel de mentiras relleno de pasta de dientes (aunque tuviese ganas de hacerlo, pues a Ramón le encantaba hacer ese tipo de cosas). Simplemente, jugó con otros niños a los que sí les apetecía jugar con él, cuidó de su merienda y dejó que su “jarrón nuevo” estuviera seguro.

¿Y Ramón?
Bueno… cuando vio que ya nadie se reía de sus bromas, empezó a sospechar que quizá no eran tan graciosas, ni tan buenas sus ideas.
Y poquito a poquito, fue aprendiendo a que quizás debería de cambiar algunas cosas de su interior para ser menos repelente y estar más contento con él mismo, y así poderlo estar con el mundo que le rodea. Y así, empezó a crecer y fue descubriendo muchos ratitos de felicidad. Aunque todavía, de vez en cuando, se ponía el embudo… pero solo para regar las plantas.

Y colorín colorado, cuando alguien rompe tu jarrón de confianza, no siempre puedes pegarlo… pero sí puedes construir uno nuevo, más fuerte, y rodearlo de personas que sí lo cuiden contigo. Y si aparece un “Rey de las Patatas” con un embudo en la cabeza… ¡mejor apartarse un poquito para que no te salpique nada!.

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