El club de los dragones ladrones

Habían una vez, en un rincón muy, pero que muy escondido del mundo, entre montañas altísimas y valles verdes como las espinacas de la abuela, existía un poblado llamado Chisterriba, donde la gente vivía tranquila… o al menos lo intentaba. ¿Por qué?. Porque estaban RODEADOS DE DRAGONES.

Sí, sí, dragones. ¡Y no de los simpáticos que te cuentan cuentos!. No, no… ¡estos dragones eran unos ladrones de primera!. Cada mañana se llevaban los calcetines del tendal, robaban los desayunos, escondían los cepillos de dientes y, lo peor de todo… ¡se reían con carcajadas tan fuertes que tiraban las macetas de los balcones!.

Los aldeanos estaban desesperados. Nadie podía hacer nada, excepto quejarse y esconder las galletas, por si acaso.

Pero en medio del caos, vivía Roberto, un niño de nueve años con unos pelos alborotados como si un huracán viviera en su cabeza y unas ideas más locas que una cabra en patines. Mientras todos temían a los dragones, Roberto tenía un sueño secreto: ¡quería ser amigo de uno!.

Un día, mientras exploraba las cuevas del Monte Retumbón, Roberto escuchó un estornudo tan fuerte que casi le vuela la gorra. Se acercó con sigilo (como un ninja experto nivel 3) y vio algo impresionante: un dragón rojo como un tomate cabreado, con tres ojos que miraban en direcciones distintas, dientes como cuchillos de cocina, y lo más curioso… ¡tiraba fuego de color AZUL cuando había que salvar a alguien! ¡Sí, como si hubiera comido helado de pitufo!.

—¿Estás bien? —le preguntó Roberto sin miedo ofreciéndole un pañuelo.

El dragón se sorprendió tanto que, en vez de comérselo, ¡le dio las gracias!.

—Me llamo Buelidý —gruñó con voz de ultratumba con hipo.

Y así, entre toses, fuego azul y risas, nació una extraña amistad.

Roberto y Buelidý se volvieron inseparables. Volaban sobre las montañas, se deslizaban por las laderas como si fueran toboganes gigantes, jugaban a escupir fuego a los charcos (¡hacían un vapor burbujeante muy divertido!) y hasta cantaban canciones desafinadas que hacían que las cabras se desmayaran de la risa que les daba.

Pero la paz no duró mucho tiempo.

Una mañana, el cielo se oscureció. Las nubes temblaban. Y del horizonte surgió Fallu, un dragón gigantesco, viejo como un zapato perdido y más malvado que un brócoli samurai con dientes.

Fallu no solo robaba cosas… ¡se tragaba casas enteras!. Se burlaba de todos, y decía:

—¡¡YO SOY EL REY DE LOS DRAGONES, Y VUESTRO FIN ESTÁ CERCAAA BUAAAAAJA JAAA JAAAAH!!.

Los aldeanos gritaban, corrían y se escondían debajo de las camas.

Pero entonces… ¡aparecieron Roberto y Buelidý!.

—¡Eh, salami con escamas! —le gritó Roberto a Fallu—. ¡Aquí tienes a tu desafío!.

Buelidý rugió tan fuerte que se le movieron las cejas al alcalde. Y comenzó la batalla más increíble de todas: fuego azul contra fuego negro, alas contra torbellinos, mordiscos contra zarpazos. ¡Era como ver una pelea de panqueques… pero con dragones!.

Buelidý era más rápido, más ágil y más valiente, y sacó su arma secreta: otras dos alas más, ahora tenía ¡cuatro alas!, y con la ayuda de Roberto, lograron algo inesperado: le hicieron cosquillas a Fallu en sus patas traseras, era su punto débil. El viejo dragón empezó a reír, a retorcerse de risa… ¡y se cayó de culo en el río!.

—¡Aaaaay, me mojé todas las escamas y ya no puedo escupir fuego, maldiciónnnnnnnn! —gritó antes de salir volando para no volver jamás.

La aldea celebró con una fiesta de tres días, dos siestas y un torneo de eructos (que ganó la abuela Paca). Y desde entonces, los dragones buenos se quedaron, los malos se marcharon y los cepillos de dientes nunca más desaparecieron.

Roberto y Buelidý siguieron siendo los mejores amigos, volando juntos por el cielo, y de vez en cuando asustaban a alguna cabrita del prado… ¡pero solo un poquito!.

Y colorín colorado, a veces, lo que más miedo nos da… puede convertirse en nuestro mejor aliado. Y cuando hay amistad, valentía y muchas ganas de reír, hasta los dragones más fieros pueden cambiar el final de su historia.

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