
Había una vez, en un valle lleno de flores y mariposas bailarinas, un castillo muy peculiar: el Castillo del Queso. No estaba hecho de piedra ni de ladrillos, sino de ¡queso cheddar!, ese de color naranjita. Las torres eran de parmesano, las ventanas de gruyer, y el puente levadizo, por supuesto, era de rulo de cabra. Su dueña era la valiente Princesa Carlota, una niña de siete años con trenzas desordenadas, botas de goma para los charcos o cuando llovía y una risa contagiosa.
En el castillo vivían también su gato parlante, Bigotes, y una vaca llamada Mozzarella, que tocaba la guitarra (con los cuernos, por supuesto). Y todo era felicidad… hasta que llegaron los Ladrones Mantequilla.
Eran tres:
– Gus el Resbaloso, que se escurría por las rendijas como una lombriz con patines.
– Rita la Untuosa, que hablaba suave como si vendiera pastelitos, pero tenía más trampas que un videojuego.
– Y Tiburcio el Desnatado, que decía: “¡Yo soy de fiar!”, mientras robaba cucharones con la cola.
Una noche, disfrazados de vendedores de tostadas, tocaron la puerta del castillo.
—¡Buenos días, majestad! —dijo Rita con una sonrisa de mantequilla falsa—. Traemos tostadas crujientes y cuentos para dormir.
—¡Pasen! —respondió Carlota encantada—. Pero cuidado con Bigotes: él huele los problemas desde lejos.
Mientras Carlota les ofrecía té de fresa y croissants de chocolate, los ladrones comenzaban su plan secreto: robar un pedazo del castillo. ¡Querían derretirlo y hacer una piscina de fondue!.
Gus se coló por la despensa y mordisqueó la escalera de gouda. Rita escondió cubitos de queso brie en su sombrero. Y Tiburcio se ató un bloque entero a la espalda, diciendo que era su “almohada mágica”.
Pero justo cuando creían que se saldrían con la suya, Bigotes lanzó la alarma felina:
—¡Miaaaauuuu sospechoso! ¡Ladrones en el ala de los quesitos suaves!.
Carlota corrió con su espada de espagueti cocido y gritó:
—¡Alto ahí! ¡Nadie se lleva mi castillo sin una partida de cartas y una disculpa!.
Los ladrones tropezaron entre sí, se embarraron de requesón, y terminaron atrapados en la trampa secreta de Mozzarella: ¡una telaraña de cuerdas de queso fundido que solo se soltaba con carcajadas!.
—¿Y ahora qué haremos con ellos? —preguntó Bigotes.
—No confiaremos más en quienes dicen ser buenos y no lo demuestran —dijo Carlota pensativa—. Pero tampoco guardaremos rencor.
Así que les dio una lección de cocina, les hizo limpiar el castillo con cepillos ecológicos hechos de espinacas, y les regaló un pequeño bloque de queso a cada uno… para que no olvidasen aquel momento y recordasen que hay que ser buenos en la vida, sino… la vida te irá mal.
Desde entonces, el Castillo del Queso tuvo nuevas reglas:
-
Quien entra, debe contar un chiste.
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Quien quiera llevarse algo, ¡que lo gane en una partida de adivinanzas!.
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Y siempre, siempre, quien se porte mal no volverá a entrar a aquel magnífico castillo.
Y colorín colorado, no todos los que sonríen son de fiar… pero con astucia, un corazón bien limpio y algo de queso de todos los colores, hasta los más traviesos, si quieren, pueden aprender a portarse bien, y así todo les irá mucho mejor.
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