
Había una vez, en el fondo del mar, un cangrejo llamado Camilo. Camilo era rojo, redondito y muy, muy fuerte… ¡pero también gruñón y testarudo!. Y tenía unas pinzas tan grandes que cuando agarraba algo… ¡no lo soltaba nunca!.
—¡Este caracol es mío porque lo encontré yo!.
—¡Esta piedra brillante me la quedo porque me la quitó el pez globo el otro día!.
—¡Este trozo de alga es especial porque me recuerda cuando el pulpo no me invitó a su fiesta!.
Camilo vivía en su cueva, toda llena de cosas que había ido recogiendo con el tiempo y que no había querido soltar. Algunas las guardaba porque le gustaban… pero otras, ¡solo las guardaba porque le recordaban que alguien lo había hecho enfadar!.
Cada vez que veía a los otros animales, se quejaba:
—¡El delfín me salpicó en la cara y no me pidió perdón! ¡Nunca olvidaré eso!.
—¡La tortuga se comió mi pastel de algas! ¡Qué injusticia!.
Un día, mientras intentaba meter un coral enorme en su cueva, se quedó atascado.
—¡Ay, mis pinzas! ¡Mi caparazón! ¡Mis recuerdos!. Ya no podía ni moverse entre tantos malos recuerdos.
Los pececillos pasaban nadando y lo miraban:
—¿Necesitas ayuda, Camilo? —preguntó una estrella de mar.
—¡No, no! ¡Estoy bien! ¡Sólo que esta piedra me recuerda que el caballito de mar no me hizo caso ni me miraba en segundo curso!.
Y así, Camilo seguía arrastrando todas esas cosas, todos esos recuerdos de enfados, y todos esos «no me pidieron perdón».
Pero una noche, mientras soñaba plácidamente con algas dulces y arenas suaves, escuchó una voz suave en su mente:
—Camilo… ¿no estás cansado?.
—¿Cansado? ¿De qué?.
—De cargar con tanto rencor. ¿No te gustaría nadar más ligero?.
Camilo se despertó confundido. Miró a su alrededor, y por primera vez, pudo ver que su cueva estaba tan llena que no podía ni moverse ya bien.
Entonces, pensó algo muy, muy raro para él, pero que al fin comprendió:
¿Y si suelto una cosita… solo una?.
Soltó la piedra brillante que le recordaba al pez globo.
¡Qué alivio! Sintió que podía mover mejor una pinza.
Luego soltó el trozo de alga del “drama de la fiesta del pulpo”.
¡Qué sorpresa! Ahora podía girar dentro de la cueva.
Y así, uno a uno, fue soltando esos objetos que solo guardaba por rencor y que no le servían para nada.
Al final del día, su cueva estaba más vacía… pero Camilo estaba más calmado y feliz.
Nadó como nunca, dio volteretas y hasta hizo las paces con la tortuga (que le trajo una empanadilla de algas de regalo).
Desde entonces, cada vez que algo le molestaba, lo pensaba bien:
¿Vale la pena guardarlo en mi cueva? ¿O es mejor soltarlo, no llevar peso y seguir tranquilo nadando?.
Y colorín colorado, así Camilo aprendió que cuando soltamos lo que nos pesa por dentro, podemos movernos más felices y libres por fuera.
Guardar rencor es como cargar con una mochila gigante y un peso que es innecesario, pues cansa mucho y no deja avanzar.
¡Mejor soltar el rencor, dejarlo atrás… y a nadar ligeritos como Camilo, fiuuuuuu! 🦀💨
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