Había una vez una niña llamada Rebeca que tenía una abuela muy, pero muy extraña y misteriosa. Un día, mientras exploraba jugando el armario polvoriento de su abuela, Rebeca encontró algo increíble: ¡una varita mágica!. No era como las varitas normales; esta brillaba y hacia “zzuuumm” cuando la tocabas. Rebeca la cogió y la levantó, pero, de repente, ¡el armario empezó a temblar!.
Un gran portal se abrió frente a ella, y Rebeca se vio arrastrada hacia un reino de fantasía lleno de árboles gigantes y criaturas que no había visto nunca.
—¡Bienvenida al Bosque de las Mil Puertas! —dijo un pajarito vestido con un sombrero de copa y una chaqueta azul—. Para entrar en cada puerta, tendrás que hacer algo muy raro. ¿Estás lista?.
Rebeca , sin pensarlo, asintió. Y así comenzó su gran aventura.
La primera puerta de madera era de color verde y tenía un gran cartel que decía: «Solo para los valientes». Rebeca se acercó, y de repente, una rana con gafas de sol le dijo: «Debes cantarme una canción que no olvide jamás, sino te quedarás aquí atrapada para siempre».
Rebeca pensó un momento, y luego, con mucha valentía, empezó a cantar: ¡Ohhhh sole míoooooo, ohhhh ranita míaaaaaa… laaaa lalaaralaa…». La rana se tapó los ojos y empezó a reírse tanto que casi se cayó al agua. Los árboles, en lugar de estar aburridos, comenzaron a mover sus ramas al ritmo.
—¡Lo lograste! —dijo la rana, aquella canción era tan bonita y rara a la vez que le había encantado la entonación y la letra muchísimo, pues mostró su valentía para perder el miedo escénico, ya que se había quitado la vergüenza de cantar en público, y así realizar airosamente la prueba.
Así, Rebeca siguió adelante y llegó a la segunda puerta. Esta vez, la puerta de madera era roja, con una placa que decía: “Solo para los que saben contar chistes”. Rebeca se lanzó, la abrió y, al otro lado, encontró un grupo de duendes vestidos de blanco, azul y amarillo con unos pelos muy raros.
—¡Para pasar, tienes que hacernos reír con un chiste! —dijo uno de los duendes.
Rebeca pensó un segundo y de repente soltó: ¿Qué pasa si metes una calculadora a la nevera?, los duendes pensaron unos segundos, pero Rebeca no obtuvo respuesta, y dijo: ¡Que todo lo tendrás fríamente calculado!. Los duendes se miraron en silencio unos a otros, y de pronto uno dijo: —¡Este chiste es tan malo que es hasta genial! —dijo entre carcajadas—. ¡Adelante, pasa niña!.
Finalmente, Rebeca llegó a la última puerta, la más misteriosa de todas. Era azul, y tenía una gran inscripción que decía: ¡Cuidado, león suelto!. Rebeca respiró hondo y, con su varita en mano, abrió la puerta por arte de magia. Al entrar, en vez de ver un gran león feroz, ¡se encontró con un león con bata de baño y gafas de lectura, sentado frente a una mesa con un libro muy gordo.
—¡Oh, hola! —dijo el león, sin levantarse—. ¿Qué tal?. Soy Leonardo, el león filósofo. ¿Te gustaría debatir conmigo sobre el sentido de la vida?. O si prefieres… ¿podemos jugar al ajedrez?. Rebeca miró al león muy sorprendida, no entendía nada, y se sentó en una silla para comenzar la partida. «Prometo no comerte… ¡solo devorar las piezas del tablero, aunque si gano, también te devoraré a ti!».
Rebeca, sorprendida, aceptó, pues le encantaba jugar al ajedrez. El león movió una de sus patas y, como si fuera un experto, colocó las piezas de ajedrez, mientras las piezas de su lado se veían un poco nerviosos, temiendo que el león las desaparecería de un solo bocado. «No te preocupes», dijo el león guiñando un ojo, «solo devoro piezas y niños cuando gano… ¡y siempre gano, claro!».
Rebeca con calma pero nerviosa estaba lista para enfrentarse al león, y la partida comenzó, y todo se fue convirtiendo en muchas risas, pues una pieza tras otra iban saltando por los aires cada vez que el león hacía un movimiento con sus zarpas, y es que necesitaba ir al oculista y cambiar ya sus viejas gafas. Al final, fue tan divertido que Rebeca no podía parar de reír. La partida estaba tan interesante que los árboles y los duendes estaban asomados a las ventanas para ver el final de la partida, de pronto se escuchó: ¡Jaque mate!, y se hizo el silencio…
Rebeca, tenía acorralado al rey del león, sin escapatoria y ¡zas!, derrumbó su última pieza. ¡Te gané!, dijo la niña. Leonardo, el león filósofo le dio la enhorabuena, había superado la prueba, y seguiría con vida para recorrer mil aventuras más. Finalmente, Rebeca decidió que ya había tenido suficientes aventuras por un día y volvió al portal, tocó la varita y, ¡puuuuuf!, de nuevo dentro del armario polvoriento de su abuelita misteriosa.
Desde ese día, cada vez que Rebeca quería un poco de diversión, solo tenía que entrar al armario, agarrar la varita mágica y ¡atravesar las puertas del bosque de las Mil Puertas!.
Y colorín colorado, así, Rebeca se convirtió en la niña más valiente de la ciudad, pues ya era capaz de conseguir todos los retos que se propusiera con o sin su varita mágica, pues había aprendido a confiar en ella misma.
¿Te has quedado con ganas de otro cuento?. Haz click aquí para leer más cuentos