
Había una vez un niño de 4 años llamado Nico. Tenía una risa contagiosa, los pelos como si se los hubiera peinado un tornado, y una imaginación tan grande que no le cabía en la cabeza.
Un día, mientras jugaba en su habitación, encontró un viejo baúl de madera en un rincón. Estaba cubierto de polvo, tenía pegatinas de dinosaurios, y al abrirlo… ¡PUM!. ¡Una nube de purpurina le explotó en la cara!.
—¡Buagh, achiiiiiís brillante! —estornudó Nico quedando con la nariz dorada y los pelos aún más revoltosos todavía.
Dentro del baúl había, otro baúl más pequeño con cosas rarísimas: una zapatilla que ladraba como perro, una cuchara que bailaba flamenco, un sombrero que volaba por donde le apetecía, y una rana con bigote y gafas de vista que le dijo:
—¡Buenos días, capitán Nico! ¿Estás listo para la misión?.
—¿Qué misión? —preguntó Nico que ya estaba poniéndose el sombrero volador como si fuera lo más normal del mundo.
—¡Salvar el Reino de los Calcetines Perdidos! —croó la rana bigotuda—. Los calcetines han sido secuestrados por el Malvado Señor Desparejador.
—¡Noooo! ¡Mis calcetines de tiburones están ahí! —gritó Nico.
Saltó dentro del baúl y… ¡ZAS!. Apareció en un mundo donde llovían plátanos y los árboles daban croquetas por el suelo, un suelo que era blandito como un colchón esponjoso, y los pájaros cantaban canciones de reggaetón. ¡Para flipar!.
Allí conoció a un unicornio que se creía gallina y solo decía “¡Clu-clu-CLIN!” cuando alguien le preguntaba algo. También conoció a una tortuga con patines que hablaba rapidísimo y siempre iba tarde a todos los sitios.
—¡Vamos, vamos, vamos! ¡El Señor Desparejador vive en la Montaña de los Pantalones Cortos! —dijo la tortuga sin frenar montada en una moto de motocross de color verde fosforita. Nico, no paraba de pellizcarse para saber si todo aquello era verdad o estaba soñando, pero después de muchas risas, un ataque de cosquillas de unos monos bailarines, y una carrera en triciclos invisibles, Nico consiguió llegar al castillo del villano.
El Señor Desparejador tenía un bigote mega super largo en forma de espagueti y gritaba:
—¡Nadie tendrá calcetines iguales nunca más! ¡MUAJAJAJA!. Aquello daba mucho… mucha… ¡risa!.
Nico, sin pensárselo dos veces, sacó su arma secreta: una chancla voladora que giraba en círculos como un helicóptero, parecida a una chancla voladora que también tenía su madre cuando Nico hacia alguna travesura. ¡FLUP-FLUP-FLUP!. La chancla dio tantas vueltas que mareó al villano y le dejó enredado en su propio bigote.
—¡Victoria! —gritó Nico mientras los calcetines volvían a emparejarse y bailaban felices.
Entonces, la rana bigotuda le dio una medalla de héroe hecha de galleta (que por supuesto, Nico se comió), y lo envió de vuelta a su habitación.
Cuando abrió los ojos, estaba otra vez en casa, con el baúl cerrado y su madre llamándole para cenar.
—Mamá, ¡he salvado el mundo de los calcetines! —dijo Nico con la boca aún llena de purpurina.
—¿Otra vez con ese baúl? —rió su madre—. ¡Tienes más cuentos que pelos en la cabeza hijo!.
Pero su mamá se quedó mirándolo extrañada… porque Nico tenía una baba verde en el pelo, un osito nuevo en el brazo y un calcetín de girasoles asomando del bolsillo diciéndole “¡Bonjour mademoiselle!”.
Y colorín colorado, así aprendió el niño a que la imaginación es el mejor baúl que hay, porque nunca se cierra, siempre sorprende, y es el lugar perfecto donde las aventuras, los amigos o incluso los calcetines perdidos, pueden aparecer cuando menos te lo esperes.
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🧠 Moraleja:
La imaginación es como un baúl mágico: cuanto más la uses, más cosas increíbles puedes vivir (¡y reír!).