Había una vez una mamá y su hijo, Leo, que vivían en una casa llena de risas y amor. Tenían un ritual muy especial que hacían cada noche antes de dormir. Se llamaba el “Abrazo Ataque”.
Cada mañana, cuando el sol comenzaba a asomarse, Leo abría los ojos y sabía exactamente lo que tenía que hacer. Se levantaba de la cama como un pequeño robot, haciendo ruidos divertidos y moviendo los brazos torpemente. Cuando su mamá lo veía así, no podía evitar reírse.
“¡Buenos días, pequeño robot!” decía su mamá, mientras se acercaba a él con una gran sonrisa. En ese momento, Leo lanzaba su ataque sorpresa: ¡un abrazo gigante! Se lanzaba sobre ella como si fuera un pequeño torpedo de alegría.
La mamá, en lugar de resistirse, lo abrazaba de vuelta con todas sus fuerzas y comenzaban a reír sin parar. Era un momento mágico: sus risas llenaban la habitación como burbujas de jabón flotando en el aire. Leo siempre decía: “¡Esto es mejor que el desayuno!”.
Después del “Abrazo Ataque”, se sentaban a la mesa para desayunar, pero sus risas seguían resonando en toda la casa. Leo, mientras mordía su tostada, inventaba chistes locos. “¿Por qué la vaca es el animal más antiguo? ¡Porque es en blanco y negro! ¡Jajaja!”. Su mamá reía tanto que a veces se le caían hasta las lágrimas de tanto reír.
Cada noche, el ritual se repetía. Antes de irse a la cama, Leo se ponía su pijama de dinosaurio y saltaba a la cama como si fuera un canguro. Su mamá, que siempre sabía lo que venía, se acercaba con una gran sonrisa. “¡Prepárate para el Abrazo Ataque, Leo!” decía.
Leo se tapaba con las sábanas y se hacía el dormido, pero su mamá nunca caía en la trampa. “¡Cuidado, peligro inminente de risa!” exclamaba, y de repente, se lanzaba sobre él para darle un abrazo apretado muy apretado hasta que casi no podían ni respirar. Leo estallaba en carcajadas y rodaba por la cama, gritando: “¡Ay mamaaaaaaa, no puedo parar de reír!”.
A veces, inventaban historias mientras se abrazaban. “Érase una vez un dinosaurio que quería volar…” comenzaba Leo, y su mamá lo interrumpía con: “Pero tenía un problema: ¡tenía miedo de las alturas…!” Entonces ambos reían tanto que parecía que el mundo se llenaba de historias desternillantes y de confeti invisible por toda la habitación.
Con el tiempo, este ritual de risa se volvió una parte esencial de su día. Nunca pasaban un día sin el “Abrazo Ataque”, porque sabían que no solo llenaba su hogar de alegría, sino que también los unía más que nada en el mundo.
Y así, entre risas y abrazos, la mamá y Leo vivieron felices, sabiendo que cada noche estaban creando momentos inolvidables juntos.
Y colorín colorado, ¡que nunca falten los Abrazo Ataque, y este cuento ha terminado!.
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