
Había una vez, en una pequeña isla rodeada por un mar azul brillante, un árbol muy especial. Este árbol no era como los demás. Su tronco era grueso y su corteza rugosa, pero lo que realmente lo hacía único eran sus alargadas y fuertes ramas que se extendían hacia el cielo, como si quisieran abrazar las nubes, ese árbol era muy diferente a los demás. Su sombra se extendía sobre la playa de piedrecitas blancas, creando un refugio cálido y acogedor para todos los que se acercaban a aquel lugar.
Este árbol vivía justo en la orilla, donde el mar besa la tierra. Cada día, las olas susurraban al árbol historias lejanas de tierras desconocidas, y el árbol, a su vez, le contaba al mar historias de las montañas que había visto a lo lejos, donde el sol se esconde cada tarde. Era como si el árbol fuera el puente entre el mar y la montaña, conectando dos mundos que parecían tan distintos, pero que, en realidad, se necesitaban mutuamente.
En verano, cuando el sol brillaba con fuerza, las ramas del árbol ofrecían una sombra fresquita que acogía a las aves migratorias, a los niños que jugaban en la playa y a los viajeros cansados que venían a relajarse en aquel bonito paisaje. Las piedrecitas, pequeñas y redondas, brillaban como diminutas estrellas en el suelo. El mar, con su vaivén tranquilo, parecía cantar una melodía suave, acompañada por el susurro del viento entre las hojas de aquel árbol.
Durante el invierno, cuando el viento soplaba fuerte y las olas rugían como leones en la lejanía, el árbol se mantenía firme, sus raíces profundamente enterradas en la tierra, y sus ramas se balanceaban suavemente, como si abrazaran el viento. El árbol comprendía que las estaciones cambiaban, y que a veces perdería sus hojas para después volver a tenerlas más bonitas y fuertes, pero él siempre estaba ahí bien cuidado, brindando su presencia constante, uniendo el cielo y el agua, la tierra y el mar.
Un día, una niña que vivía en la isla decidió subirse a aquel precioso árbol que estaba en una de sus playas favoritas. Quería ver el mundo desde lo alto, descubrir cómo de lejos llegaba el mar y si las grandes montañas de las que tanto le había hablado su abuelo realmente existían. Con cuidado, trepó por las ramas largas y fuertes, hasta que llegó a las ramas más altas para escuchar relajada el viento entre sus hojas. Desde allí, también podía ver el enorme océano que se extendía hasta que se juntaba con el cielo. En la distancia, las montañas se alzaban, majestuosas y llenas de misterio, escondiendo mil y una aventuras por recorrer.
La niña se dio cuenta entonces de algo muy importante: el árbol, con sus largas ramas que tocaban tanto el mar como la montaña, le había mostrado un secreto. Aunque parecían dos mundos diferentes, el mar y la montaña se complementaban, se apoyaban, y gracias a ese árbol, ella podía entender que todo en la vida tiene una conexión profunda, aunque no siempre la veamos a simple vista, existe.
El árbol le sonrió al viento, como si supiera lo que la niña había aprendido. Ella descendió cuidadosamente y, con el corazón lleno de gratitud, se acercó a la orilla para mirar el horizonte. Y allí, en ese mismo momento, entendió que el árbol era mucho más que un ser que daba sombra o se balanceaba con el susurro del viento. Era un símbolo de cómo todo, incluso lo más lejano o distinto, sólo existe si se tiene el amor necesario para comprenderlo y cuidarlo.
Y colorín colorado, así la niña entendió que si miramos con el corazón, en vez de con los ojos del pensamiento, a veces las cosas que parecen diferentes o lejanas están más unidas de lo que creemos, con un propósito y un equilibrio necesario, aunque a simple vista no lo veamos.
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