
Efrén tenía ocho años, las rodillas siempre raspadas, el pelo como un nido de pájaros despistados y una imaginación tan gigante que a veces su madre tenía que decirle:
—¡Efrén, baja de las nubes y termina el desayuno!.
Pero Efrén no desayunaba solo. Lo acompañaba su mejor amiga del universo: Lola, una perrita marrón con pinta de peluche travieso, orejas con vida propia y una cola que se movía más rápido que una batidora sin tapa.
Una mañana, Efrén se despertó con una idea tan alocada que casi se le cae el pijama del susto.
—¡Hoy vamos a encontrar un tesoro enterrado, Lola! ¡Seguro que está escondido en el parque, bajo el árbol que huele a pies!.
Lola movió la cola a mil por hora. Traducción: «¡Acepto la misión, capitán nariz manchada de chocolate!».
Efrén se puso su casco de bicicleta (que él decía que era de explorador galáctico), una capa hecha con una toalla y metió en su mochila: una lupa rota, dos galletas de dinosaurio de chocolate blanco, un calcetín suelto (por si acaso se le mojaba uno) y un mapa dibujado en papel higiénico con una gran X en rojo.
—¡A la aventuraaaaaa! —gritó mientras Lola salía disparada como un misil peludo sin frenos.
Primero pasaron por el parque de los columpios. Lola se subió al tobogán, bajó de panza, voló por el aire y aterrizó en una fuente, salpicando a tres palomas, a un abuelo dormido y una señora con un helado que ahora, en vez de helado, era sopa.
—¡LO-LAAAA! —reía Efrén— ¡Eso no estaba en el plan!.
Después llegaron al árbol torcido que siempre olía a pies. Justo allí, según el mapa en papel higiénico, estaba enterrado «EL GRAN TESORO LEGENDARIO DE LOS PERROS PIRATAS».
Efrén empezó a excavar con una cuchara del yogur. Lola cavaba a su manera: tirándose panza arriba y girando como un croquetón lleno de barro por todos lados.
¡De repente… ¡CLANK!!.
—¡Lola, hemos chocado con algo! ¡Es un cofre, te lo dije! —gritó Efrén con los ojos como dos lunas llenas de grandes.
Entre tierra, babas y risas, sacaron una caja oxidada. Efrén la abrió con cuidado, como si fuera una bomba de confetis. Y cuando la abrió, no había confeti, dentro había… ¡una peonza de madera, canicas brillantes, una nariz de payaso, un dinosaurio sin cola y una nota que decía:
“¡Si has encontrado esto, te mereces una buena risa. Juega, ríe y no te olvides de hacer el tontíbiri de vez en cuando!”.
Efrén se puso la nariz de payaso, Lola se la intentó comer, y los dos rodaron por el césped como croquetas enloquecidas jugando y contentos por haber cumplido su primera y divertida misión.
Y colorín colorado, ese día no solo encontraron un tesoro… también ganaron la risa más larga del año, un récord de manchas en la ropa, y una historia tan buena que Efrén la contaría mil veces (sobre todo cuando quisiera evitar los deberes), porque no hay tesoro más valioso que reír a carcajadas con los que quieres, aunque acabes con barro hasta en las orejas.
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